“Los que acuden a Él irradian alegría; no tienen por qué esconder su rostro” (Salmo de David, 34)
No es muy habitual que en una pequeña frase del antiguo salmo de David refleje con tanta precisión quién es Dios y qué está haciendo. En primer lugar hemos de destacar que aquí en Medjugorje no podemos darnos cuenta -ya que está muy marcado por la presencia de la Virgen- de cómo la Virgen sintió en su vida muy distintas emociones que comenzaron con la pena, la alegría, el dolor, la excitación,… Pero hay un sentimiento que ella jamás vivió: la vergüenza. Tampoco los ángeles tienen este sentimiento, por lo que clama el verso del salmo de David con tanta claridad: “Los que acuden a Él irradian alegría; no tienen por qué esconder su rostro.” La Virgen, al igual que los ángeles, está contemplando el rostro de Dios que les protege de estas emociones humanas de vergüenza. Son estas emociones las que nos sonrojan o nos hacen querer que nos trague la tierra; son emociones muy relacionadas con la mirada, como clama David: “Los que acuden a Él irradian alegría; no tienen por qué esconder su rostro.” Pero David no era como María, él sí sentía vergüenza e hizo cosas de las que se avergonzó, pero lloró por ellas y se arrepintió y sabía cómo estar cerca de Dios en ese don que le había sido concedido a través de los salmos que escribió y que dejó a las generaciones venideras, de modo que los que acudan a Él irradien alegría y no tengan por qué esconder su rostro. La mirada humana, en general, cuando alguien nos mira fijamente, nos produce vergüenza. Para nosotros, es mucho más fácil vivir con nuestros errores, nuestras faltas y fallos si nadie nos ve.
En caso de que nos hayan visto, en especial si esa persona nos importa, tendríamos ese sentimiento de culpa que nos invade de dentro hacia fuera. Es algo que está en el hombre desde que nace. Si retrocedemos unos 2.500 años y nos trasladamos al libro de la II República de Platón, encontraremos una leyenda mitológica que habla sobre lo mismo: la leyenda del anillo de Giges. Tal vez algunos de vosotros hayáis oído hablar de él: es la historia del pastor Giges que encuentra un anillo mágico que te hace invisible en una estatua rota por un terremoto. En un momento dado, estaba sentado con sus pastores y por accidente giró el anillo y se hizo invisible. Los demás, siguieron hablando de él como si no estuviera, hasta que pudo volver a girar el anillo y descubrió que otra vez era visible milagrosamente. Tenía este milagroso anillo en sus manos. Platón utiliza este mito para investigar a la naturaleza humana. ¿Acaso somos nosotros de esos que queremos ser justos por nosotros mismos porque queremos que los demás nos vean? Platón expone en este experimento filosófico sobre el anillo que nos imaginemos a un hombre justo y a otro injusto y les demos el anillo: el injusto tomará el anillo y aprovechará para hacerse inmediatamente invisible y entrar en las casas ajenas para coger cosas y observar sin ser visto. Podría hacer lo que quisiera sin que se le pudiera culpar de nada. Si, por el contrario, le damos el anillo al hombre justo, le costará trabajo seguir siéndolo. Se le ha dado la oportunidad de esconderse y en esos momentos le resulta imposible actuar con rectitud. Así somos todos: cuando nos sentimos observados no pecamos o intentamos alejarnos de la injusticia, pero cuando nadie nos mira, todos nos comportamos peor. Esta es una leyenda muy antigua que forma parte de la mitología, pero David la conoce muy bien, porque sabe quién lo está observando. Al final tiene dos resultados: no esconder rostro e irradiaremos alegría. En primer lugar hemos de destacar que no entendemos el salmo de David ya que esperamos algo diferente, esperamos mirar a Dios y vernos con Él cara a cara, y tendremos que esconder nuestro rostro cuando seamos conscientes de que no hemos actuado bien ante Sus ojos.
Mirad lo sabio que era David, que decía que los que a Él acuden irradian alegría y que no tienen por qué esconder su rostro, ya que Él lo librará de todas sus angustias. ¿Cómo lo sabemos? Porque eso es lo que hizo Jesús. Si nos trasladamos al día en que Jesús fue arrestado, de noche, fue llevado ante un Tribunal y Pedro, su discípulo, estaba por allí fuera. Las mujeres le preguntaron si no era él uno de los que seguían a Jesús y él, avergonzado, contestó: “No.” Hasta tres veces lo negó: “No, no Lo conozco.” A medida que pasa la noche y sale el sol, trasladan a Jesús y Lucas dice: “Entonces, se volvió el Señor y miró a Pedro”. Lo encontró, lo miró y Pedro, en aquel momento, lo entendió todo.
En aquel momento entendió lo que había dicho la noche anterior y lo que acababa de hacer. Se apartó y lloró amargamente. ¿Qué fue lo que vio Pedro? Cuando miraba al Maestro ninguno de ellos decía nada. Era una mirada lejana. Pero Pedro lo entendió todo. Si hubiera sido una mirada de condena, no habría podido superar ese momento. Sin embargo, vio la mirada de su Maestro que le protegía de auto condenarse. Era una mirada que le daba la oportunidad de salir de su propia traición y le abría una nueva oportunidad para no destruirse a sí mismo tras haber traicionado a su Maestro. Esto es lo que hace Dios. Si Le miramos a la cara, nuestro propio mal no nos llenará de vergüenza, sino que nos dará la oportunidad de salir de ella a través del arrepentimiento. En esa misma noche, en la otra parte de la ciudad, otro discípulo Lo traicionaba en público llevándole a los soldados para que lo arrestaran. Esto es lo que nos relata Mateo: “Entonces Judas, el que Lo había entregado, viendo que Jesús había sido condenado, sintió remordimiento y devolvió las treinta monedas de plata a los principales sacerdotes y a los ancianos, `He pecado entregando sangre inocente´, dijo Judas.”
Si abrimos el Catecismo de la Iglesia Católica y miramos los requisitos necesarios para una buena confesión comprobaremos que Judas los cumplía todos: sentimiento de culpa, intento de enmendar el daño devolviendo las monedas,… pero no se salvó y se auto condenó. ¿Por qué? ¿Qué le faltó? No vivió lo mismo que Pedro, no se cruzó con aquella mirada que le hubiera salvado de su condenación. Se quedó solo. En él, sabemos lo que se siente cuando permanecemos apartados, solos. No puede soportar la vergüenza ni la culpa de la traición. Si, por un casual, se hubiera cruzado con la mirada de su Maestro, tal vez hubiera vivido esta oportunidad de salvarse de la auto condenación. No hay nada peor que un hombre que se desprecia a sí mismo. Su mirada es lo único que nos salva, al igual que nos dice David: “Los que acuden a Él irradian alegría; no tienen por qué esconder su rostro.” Una vez que nos hemos quedado solos con nuestra propia culpa, nuestra propia pena, caeremos en la auto condenación. Nadie puede sostenerse con sus propias fuerzas. Él es el único que ha venido a salvarnos de nosotros mismos. Esto es lo que nos dice San Pablo en su carta a los Gálatas: Estábamos cautivos bajo la custodia de la Ley, hasta la llegada de Cristo; por tanto, ya no somos esclavos, sino libres. Juan el Bautista pudo ver en en Él la primera vez que lo vio en el Río Jordán predicando el Bautismo para el perdón de los pecados -y siendo consciente de que estaban a la espera de que alguien a quien no conocía vendría- pero en aquel momento tuvo una revelación y pudo saber que era Él, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, no el que te quiere hacer cargar con tu culpa, sino el que te la quiere quitar, porque te quiere en el cielo, como dice San Francisco. Él quiere liberarte de todas tus ataduras y hacerte libre. Sólo cuando seamos libres podremos entrar en el cielo. Por ello, los franciscanos somos tan devotos de esta Festividad, ya que nos traslada a la auténtica experiencia de Francisco: cuando descubramos a Dios, descubriremos la libertad. ¿Qué significa eso de estar protegidos de la vergüenza incluso después de haber hecho algunas cosas malas? Nadie nos puede proteger como Él. Este mundo hace justo lo contrario. Hoy en día hay miles de estrategias para mostrarle a la gente su vergüenza para silenciarla y esclavizarla. Basta con que te saquen en los periódicos con unos titulares vergonzosos para que nos aterroricemos y nos hagamos esclavos. Sabemos que David tenía razón: “Los que acuden a Él irradian alegría; no tienen por qué esconder su rostro.” Aquí y ahora le pedimos al Buen Dios que nos conceda tener los ojos del espíritu bien abiertos para que nos encontremos con Su mirada y volvamos a casa sin esclavitudes, libres, irradiando alegría, sin esconder el rostro. Amén.