El P. Boris Baron, sacerdote parisino perteneciente a la Provincia Franciscana, dio su testimonio ante los jóvenes que participaron en el programa matutino del martes 2 de agosto. Declaró que había tenido el privilegio de vivir un año en Medjugorje, un lugar de auténtica Gracia.
“Soy Croata, aunque nací en París en 1965. Mis padres son croatas, creyentes de mucha fe. De hecho, en la familia de mi padre había unos 20 consagrados, sacerdotes y monjas. Me pusieron el nombre de un tío mío que era franciscano y recuerdo que cuando tenía 6 años, me regaló una Biblia. Era la Biblia para jóvenes.
Asistía todos los domingos a la Santa Misa con mis padres en la comunidad croata de París, donde recibí una formación religiosa además de todos los sacramentos. De niño, vivía la vida digamos que con un sentido religioso normal. Los problemas llegaron en la adolescencia. No tenía amigos con fe, así que perdí la mía con mucha rapidez. Pero poco a poco Dios vino a mi y me ofreció Su Misericordia. Hago especial hincapié en que fue algo que sucedió poco a poco, sin prisas.
Tenía un primo que vivía en Zagreb que el día antes de su boda compartió su testimonio: nos explicó cómo vivió su fe en el mundo comunista, en especial mientras hacía el servicio militar. Lo cierto es que me quedé muy impresionado. La libertad de ese creyente de decir que tenía fe en Dios en estos tiempos de totalitarismo, en el que se imponía la apatía, me resultaba muy sorprendente. En aquella época la Iglesia era un símbolo de libertad y resistencia a la apatía. Ese mismo año, conocí a otro familiar que había emigrado con sus padres a Estados Unidos. Me invitó a ir el año siguiente y cuando surgió la oportunidad fui. Él también permanecía firme en su fe. Recuerdo que saludaba a la gente que se encontraba por la calle con expresiones como: “Dios os ama, creyentes y no creyentes.” Estos dos primos me dieron mucha luz. Despertaron mi deseo de acercarme a Dios, aunque seguía siendo tan solo un pequeño deseo, ya que vivían su fe con fortaleza, libertad y alegría -aunque ese no fue el paso decisivo”, declaró el P. Boris, añadiendo que ese paso tuvo lugar en París.
“¿Os podéis imaginar una conversión en un pub? Son más frecuentes en una iglesia, en un santuario… Pues a mi me sucedió en un pub. Conocí a una chica de Citluk, de la comunidad croata en París. Yo hacía esfuerzos por integrarme en nuestro grupo de estudiantes croatas, pero ella no era como los demás. Ella se negaba a venir a nuestras reuniones porque decía que coincidía con su tiempo de oración. La comunidad croata en París no era grande y nos alegraba mucho coincidir todos, no sólo en la Misa: organizábamos reuniones, actividades deportivas, eventos culturales… Pero esta chica no quería venir a nada de lo que organizábamos. Le pregunté una vez que por qué era así y aceptó que la invitara a beber algo. Así que fuimos a un pub de la zona universitaria de Paris y le pedí que me lo explicara. Me dijo que había decidido poner a Cristo en el centro de su vida. Me di cuenta de que estaba con una persona que había decidido anteponer a Jesús a cualquier cosa porque lo amaba. Tenía ante mi a una página abierta del Evangelio. Esta chica amaba a Dios con toda su alma y todo su corazón, como nos pide el Señor. Fue entonces cuando me di cuenta de que no tenemos que ser sacerdotes o religiosos para amar a Dios.
En esta chica sentí la sed de Dios y también la necesidad de confesarme. Yo entonces estudiaba aeronáutica y eso para mi lo era todo. Pero desde que sentí algo tan fuerte, necesité acercarme a la fuente de la vida, al mismo Dios. Sentí la necesidad de confesar porque no vivía en presencia de Dios.
Yo no sabía rezar y esta chica de Citluk me dijo que comenzara por el Rosario. Para mi, el Rosario era una cosa de abuelas. Yo estaba muy alejado de Dios y el Señor fue misericordioso. Cualquier lugar es bueno; Dios está presente en todas partes. En ese momento sentí la necesidad de rezar y más adelante comencé a leer los mensajes de la Virgen en Medjugorje de un libro que me dieron mis padres titulado “Mil encuentros con la Virgen – Entrevistas con Vicka”. Cuando lo leí, sentí una fuerza muy cálida en el corazón, aunque poco a poco lo fui olvidando. No obstante, tras volverme a encontrar con aquella chica, me impregné de los mensajes de Medjugorje y pude sentir y vivir que la oración es alegría. Entonces comencé a preguntarme por qué me daba tanta alegría rezar. Incluso me fascinaban los monjes de clausura. Coincidió que encontré un libro sobre la vida de San Francisco donde descubrí la alegría de vivir el Evangelio y me dije a mi mismo que era eso lo que necesitaba. Pero también quería vivir con esa fuerza con la que vivían San Francisco y sus primeros hermanos. Deseaba vivir el Evangelio en pobreza y alegría, sin dinero ni comida. Sentí que era a lo que me llamaba el Señor.
Cuando ingresé en el noviciado franciscano, la primera clase trataba sobre cómo Francisco envía a sus hermanos, siguiendo el Evangelio en el que Jesús envía a los apóstoles de dos en dos y les dice que vayan sin nada. Esta era una manera muy directa de confirmar lo que sentía mi corazón. El resto es sólo cuestión de si podría vivirlo así. Mientras cursaba los estudios de Teología junto con otros hermanos, descubrimos que teníamos las mismas aspiraciones. Por aquella época todos estudiábamos juntos, nosotros y los jesuitas. Algunos de estos jesuitas habían sentido el deseo de salir a evangelizar, como en los tiempos de los apóstoles. Decidimos hacer una promesa: que al final de los estudios haríamos algo entre todos con el espíritu de la nueva evangelización, la gente no tendría que venir a nosotros, sino que nosotros iríamos a ellos. El Señor permitió que así fuese, si bien no estuvimos exentos de dificultades, aunque la providencia de Dios nos permitió vivir nuestra promesa. Así que junto con los jesuitas y los dominicos, nos fuimos de misión, totalmente en manos de la Providencia. Llevábamos tan solo un saco de dormir, ropa de recambio, la Biblia, un misal y oración. Nos pusimos en manos de Dios y vivimos situaciones impresionantes. Enseñamos a muchos no creyentes la palabra de Dios. Muchas veces no son necesarias las palabras, porque nuestro hábito habla por nosotros, nuestro hábito es la palabra viva. Simplemente mostramos interés por la gente, por sus penas y alegrías, ya que todos buscamos una misma felicidad. Y esta felicidad tiene nombre: Se llama Jesucristo.”