¡Queridos jóvenes, hermanos y hermanas en Cristo!

 

¡Qué alegría saludaros a todos tan llenos de juventud y futuro! Bienvenidos a esta comunión tan multicultural que vivimos en Medjugorje. En estos días de Festival de Jóvenes es como si le diésemos vida a aquel acontecimiento de los Hechos de los Apóstoles cuando se congregan los partos, medos y elamitas (Hechos de los Apóstoles 2, 9-11), para formar la nueva comunión del Cuerpo Místico de Cristo – de la Iglesia. ¡Qué hermoso resulta el rostro de la Iglesia aquí, reflejado en vosotros, en esta feligresía venida de todo el mundo! Qué bonito es alabar a Dios y crecer en la fe. También el Nuevo Testamento nos enseña que la experiencia de la fe es importante. Recordemos cómo Jesús llama a los discípulos que quisieron seguirle y les dice: “¡Venid y lo veréis!” (Juan 1, 39). Felipe también le dijo a Natanael: “Ven y lo verás” (Juan 1, 46).

Me gustaría que cada uno de los que estamos aquí, a partir de esta experiencia de fe en Medjugorje, podamos vivir todo aquello a lo que nos invita la Iglesia. El Concilio Vaticano II nos dice a cada uno de nosotros: “Cada laico debe ser ante el mundo un testigo de la Resurrección y de la vida del Señor Jesús y una señal del Dios vivo“ (Lumen Gentium 38). San Juan Pablo II también repitió ese mensaje: “El hombre contemporáneo cree más a los testigos que a los maestros; cree más en la experiencia que en la doctrina, en la vida y los hechos que en las teorías“ (Redemptoris missio, 42).

Observemos los hechos y mensajes del Evangelio a la luz de lo que acabamos de escuchar. Este diálogo entre Jesús y la multitud tiene lugar tras la multiplicación del pan. Estaban asombrados y querían nombrarlo rey de inmediato, pero Jesús huye de ellos y se aleja a un lugar tranquilo. Sin embargo, el deseo de tener más y más pan hace que el pueblo Le siga buscando. Al día siguiente descubren que está al otro lado del Lago de Tiberíades -es cuando tiene lugar el diálogo que acabamos de escuchar.

Con la multiplicación del pan, Jesús no sólo hizo un signo visible y tangible, un bien para la gente hambrienta, sino que también les dio un signo divino. Quería preparar a esas personas para algo más rico y abundante, para entregarse más adelante a si mismo. De hecho, Él vino al mundo “para nuestra salvación” (Niceno), “para que tengan vida y la tengan en abundancia“ (Juan 10, 10). Los signos siempre tienen un significado más profundo, existe un mensaje que va más allá que lo que percibimos a primera vista. Además, en todos los misterios de la Revelación, subsiste un “unidad inseparable entre la realidad y su significado permite captar la profundidad del misterio“ (Fides et Ratio 13).

Jesús nos transmite que las personas a las que alimentó buscaban una señal de Dios, pero ¡no la vieron! En lugar de seguir la señal, siguieron el pan. Para ellos, era más importante sentirse saciados -y mejor aún permanentemente- asegurándose también el alimento para el futuro. No percibieron la señal de Dios en el gesto de la multiplicación de los panes, aunque lo vieron con sus propios ojos.

Eran sus estómagos los que seguían a Jesús, mientras que en el texto evangélico,  oímos a Jesús que los invita a seguirlo de otro modo: “No trabajéis por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre“ (Juan 6, 27).  Con esta frase, Jesús afirma claramente que el hombre no puede darse a si mismo el alimento que da la vida eterna. No puede hacer nada para obtenerlo por sus propios medios, tan sólo puede aceptarlo con gratitud una vez que el Hijo de Dios se lo entrega.

No obstante, siguen estando ciegos y sordos y le vuelven a preguntar a Jesús qué deben hacer para conseguirlo -de nuevo con su propio esfuerzo. Jesús les responde con claridad lo que era de esperar: “La obra de Dios es que creáis en quien Él ha enviado“ (Juan 6, 29). De nuevo vemos que la multitud no estaba preparada para creer,  pues aún incluso después de haber sido testigos del signo de la multiplicación de los panes, le preguntan a Jesús: “¿Qué signo haces para que, al verlo creamos en ti?“ (Juan 6, 30).

Cuando observamos el diálogo de Jesús con los que le buscaban para que les diera pan, lo podemos comparar con el caso de un artista que le intenta explicar al público la belleza de un cuadro y ellos han cerrado los ojos y evidentemente ¡no lo ven! La Iglesia de Cristo, a lo largo de toda la historia, se ha ido topando con obstáculos al intentar explicar al mundo estos dos signos: la Cruz y la Eucaristía. Sin milagro. Este fue también el caso del Señor. Exactamente igual que en la actualidad. La Cruz y la Eucaristía seguirán siendo los dos signos que más contradicción generan. ¿Por qué? Porque son los más exigentes. Aceptar la Cruz implica abrir los brazos para que nos crucifiquen y aceptar la Eucaristía implica la disponibilidad de ser que nos separen en pedazos, con nuestras capacidades, para darnos a otros como alimento.

En su Encíclica sobre la Eucaristía, San Juan Pablo II escribía: “Si queremos descubrir en toda su riqueza la relación íntima que une Iglesia y Eucaristía, no podemos olvidar a María, Madre y modelo de la Iglesia“ (Ecclesia de Eucharistia, 53). No nos olvidamos de nuestra Madre del cielo y esta noche le rezamos con fervor para que abra nuestros corazones a estas palabras de su Hijo: “No trabajéis por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre“  (Juan 6, 27)

Queridos jóvenes: Ninguno de vosotros tiene la intención de perderse en el mundo que muere, sin embargo, cada día existen más posibilidades de que pueda suceder.

Vivimos en un mundo que ha destrozado casi por completo al ser humano. El hombre fue creado para buscar algo más profundo, para ser la imagen y semejanza del Creador y para acercarse a Él en sus necesidades de cada día. Cualquier persona por muy pequeña y corriente que sea ha sido creada para ser grande, pues ¡somos grandes en el Señor! Este hombre, en muchos de los países de los que venís, fue vencido por el materialismo y llevado ante un muro infranqueable, ante el muro de Jericó, ante la Torre de Babel, ante la pérdida de aquello para lo que fue creado. En lugar de preguntar cómo puede, hoy en día, acercarse a su Creador, oprimido por todas las crisis posibles e inimaginables, este pequeño hombre de hoy, todavía se pregunta con frecuencia: “¿Qué comeré? ¿De qué viviré?”

Hoy, aquí, delante vuestro, a pesar de que nuestra realidad os diga lo contrario os quiero pedir: ¡No tengáis miedo! De hecho un día, hace mucho tiempo, aquella multitud que estaba ante Jesús le hacía las mismas preguntas que se reflejan hoy en vuestros ojos:

¿Por qué debería creerte?

¿Por qué debería buscarte?

¿Por qué debería tenerte miedo?

“El que venga a mí no tendrá hambre y el que crea en mí no tendrá nunca sed“ (Juan 6, 35) -dice Jesús.

¡Nunca, queridos amigos, queridos hermanos y hermanas! Deteneos un momento y pensad en el peso de esta palabra. ¡Nunca! ¡Creedlo! El pan cotidiano forma parte de nuestras necesidades de cada día. Esas necesidades serán temporales en nuestra vida terrena que un día llegará a su fin, aunque vivamos en la mayor de las abundancias. Por lo tanto, carece de sentido dar prioridad a esas necesidades. Jesús está aquí, señalando la comida que nos dará la vida eterna. Vino para darnos vida, vida en abundancia (Juan 10, 10). La gente tiene sed y hambre de Dios y de sus signos; pero  nuestros corazones están tan llenos y con tantos deseos de saciarse de absurdos impuestos que no somos capaces de ver los signos de Dios y de reconocerlo en ellos.

Os invito a ser testigos de ese mundo en el que Dios es la verdadera respuesta a cualquier tipo de hambre o de sed que pueda padecer el hombre moderno; sobretodo a esta sed de vida y de salvación. Las personas que aspiran sólo al pan de esta tierra creen estar viviendo una vida auténtica, pero en realidad, están muy lejos de ella. Como ese gran santo que tuvo una preciosa conversión dijo una vez (John Henry Newman): “Sólo quienes han ayunado pueden celebrar las fiestas…”

 

¡Amén!

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