“Queridos hijos, mi deseo maternal es que vuestros corazones estén llenos de paz y que vuestras almas sean puras, para que, en la presencia de mi Hijo, podáis ver su Rostro. Porque, hijos míos, yo como Madre sé que estáis sedientos de consuelo, de esperanza y de protección. Vosotros, hijos míos consciente o inconscientemente buscáis a mi Hijo. También yo, mientras vivía en el tiempo terreno, me alegraba, sufría y soportaba con paciencia los dolores, hasta que mi Hijo, en toda su gloria, los suprimió. Y por eso digo a mi Hijo: «Ayúdales siempre». Vosotros, hijos míos, con un amor verdadero, iluminad la oscuridad del egoísmo, que envuelve cada vez más a mis hijos. Sed generosos: que vuestras manos y vuestro corazón estén siempre abiertos. No tengáis miedo, abandonaos a mi Hijo con confianza y esperanza. Mirándolo a Él, vivid la vida con amor. Amar significa darse, soportar y nunca juzgar. Amar significa vivir las palabras de mi Hijo. Hijos míos, como Madre os digo que solo el amor verdadero lleva a la felicidad eterna. Os doy las gracias”.

Comentario Mensaje 18 de Marzo del 2017:

Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro».

Tu rostro buscaré, Señor,

no me escondas tu rostro. (Salmo 26)

Esta súplica del alma sedienta de la justicia de Dios se enclava en un corazón que sumergido en las tinieblas es liberado por un resplandor celestial. La oscuridad que oprimía su corazón y su conciencia, se disipa ante una luz que purifica su alma y sana las heridas. Esa es la razón de la llamada que nos hace nuestra Madre Santísima:  “…mi deseo maternal es que vuestros corazones estén llenos de paz y que vuestras almas sean puras, para que, en la presencia de mi Hijo, podáis ver su Rostro.

En nuestras heridas almas necesitamos de consuelo,  en nuestras derrotas buscamos esperanza y en las angustias suplicamos protección. Pero estas experiencias humanas, solo pueden ser comprendidas y ponderadas por un corazón humano que,  preservado de las redes del pecado,  contiene en su interior la fecundidad del auxilio Divino.  Cuando María concibe al Verbo de Dios, concibe  el remedio para los males de quienes ella abraza, a los pies de la Cruz, como sus “queridos hijos”.

Su conocimiento, respecto de nuestras derrotas, limitaciones y pecados, es el de una verdadera Madre, que nos ofrece su Corazón Inmaculado y maternal, como el lugar de encuentro con el Corazón de su Hijo: “…hijos míos, yo como Madre sé que estáis sedientos de consuelo, de esperanza y de protección”.

Debido a esa maternidad, que es la manifestación de la plenitud de la maternidad querida por Dios, no lesionada por el pecado,  sino que inundada de la gracia de Dios, el Inmaculado Corazón puede examinar, ponderar y rescatar la bondad de cada uno de nuestros corazones. Ella conoce nuestras enfermedades y fragilidades, ya que también padeció por ellas con Jesús, su Hijo,  en la hora de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor: “También yo, mientras vivía en el tiempo terreno, me alegraba, sufría y soportaba con paciencia los dolores”

Por eso pide, con Corazón de Madre, la victoria y la alegría de la Pascua como remedio verdadero, sanador y redentor para nuestros corazones: “por eso digo a mi Hijo: «Ayúdales siempre»”

Y nos convoca  amorosamente para asemejarnos a su Hijo, luz que extingue las tinieblas del egoísmo: “Sed generosos: que vuestras manos y vuestro corazón estén siempre abiertos. No tengáis miedo, abandonaos a mi Hijo con confianza y esperanza. Mirándolo a Él, vivid la vida con amor.”

El abandono confiado en el Corazón de Jesús, lo conocemos y vivimos sumergidos en el Corazón de la Reina de la Paz. En la escuela de María aprendemos a “darnos” completamente al Señor y a  nuestros hermanos. Aprendemos a vivir en el verdadero amor,  porque “amar significa darse, soportar y nunca juzgar”. “Solo el amor verdadero lleva a la felicidad eterna”,  y la  felicidad plena y verdadera consiste en ver el Rostro del Señor.

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