María, Madre de Dios y madre nuestra, comienza cada mensaje suyo con las palabras: “¡Queridos hijos!”. Ella conoce a quien visita y a quien se dirige. Viene y nos habla, a nosotros, que somos sus hijos amados. Muchas veces nos ha dicho: “Queridos hijos, con amor les hablo: los llamo con mi amor materno, yo estoy cerca de ustedes con mi amor.” Nos habla con amor como Jesús lo hizo al hablarle al joven rico del Evangelio: “Jesús lo miró con amor y le dijo: “Una cosa te falta: anda, cuánto tienes véndelo y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y sígueme.”” (Mc 10,21). Jesús no tuvo éxito con ese joven rico a pesar del amor con que se dirigió a él. El llamado de Jesús no llegó al corazón del joven.
La Bienaventurada Virgen María sabe que no todos aceptarán su palabra materna. A pesar de eso, Ella cree, espera y ama a sus hijos. Ella nos ama aun cuando como niños seamos indiferentes, débiles y pecadores. Sigue siendo perseverante y paciente aun cuando no le creemos y la aceptamos superficialmente. Su amor sigue siendo el mismo porque surge del corazón de Dios, porque Ella misma está por completo en el corazón de Dios.
En este mensaje nos llama a ser portadores del Evangelio en nuestras familias. Ser portadores del Evangelio significa ser portadores de alegría porque el Evangelio es la alegre y Buena Nueva. El Evangelio es Jesucristo. La Virgen como madre pone continuamente ante nosotros el ideal del Evangelio que hicieron realidad los santos en sus vidas. Por eso, San Pablo puede decir: “Y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gál 2,20). Necesitamos la oración para realizar ese ideal y esa identificación con Jesucristo.
La Virgen nos ha dicho y enseñado en su mensaje del 25 de diciembre de 1992: “¡Queridos hijos!… No olviden que sus vidas no les pertenecen sino que son un don con el que deben llevar alegría a los otros y guiarlos hacia la vida eterna.” Todos sabemos que podemos ser una cruz y un peso para los demás, pero ellos también pueden serlo para nosotros.
Ninguno de nosotros representa para la Madre María un peso o un motivo de aburrimiento, porque Ella nos ama. Hay una anécdota que narra como una niña de ocho años cargaba en sus hombros a su hermano de dos años. Los transeúntes le preguntaban: “¿Cómo puedes cargar tal peso?” Y ella respondió: “No es un peso, es mi hermano.” Solamente el amor puede cargar a los demás con alegría, y no únicamente soportarlos. La Madre María con amor nos carga a cada uno de nosotros. Ella fue la primera que portó el Evangelio, que portó a Dios en su seno y corazón maternos. Dios le dio esa tarea a través del ángel Gabriel. No tuve temor asumir esa tarea y cuidar de la numerosa descendencia que el Padre Celestial le confió.
En muchos mensajes anteriores, nos ha llamado a leer la Sagrada Escritura, y eso lo sigue haciendo también hoy. María es la mujer del Evangelio y por eso nos dice que leamos la Sagrada Escritura, que es inspirada por Dios, llena de Dios y de Su Espíritu. Ella aquí, durante estos 25 años de sus apariciones y de su presencia, no ha venido a descubrir verdades nuevas, ni ha venido a agregar algo nuevo al Evangelio. Ella, viene como Madre y desea que tomemos en serio la Palabra de Dios, a fin de que el Evangelio para nosotros no sea algo abstracto y lejano de la vida. El Evangelio no es algo que haya sucedido en la historia y haya concluido. EL Evangelio sucede y se renueva en la vida de cada verdadero cristiano. San Jerónimo decía: “Quien no conoce la Escritura, no conoce a Cristo”. En la Sagrada Escritura se esconde el mismo Jesucristo, su amor, misericordia y omnipotencia. La Palabra de Dios no es la palabra humana. Dios se esconde en su palabra. Como el escritor de la Carta a los Hebreos dice: “Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que cualquier espada de doble filo: ella penetra hasta la raíz del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Ninguna cosa creada escapa a su vista, sino que todo está desnudo y descubierto a los ojos de aquel a quien debemos rendir cuentas (Heb 4,12).
Con la fe en la Sagrada Escritura, toco a Dios mismo. Leer la Sagrada Escritura, significa escuchar lo que el Señor me habla, significa recibir las palabras de la Escritura como un don. Es la misma actitud de María que, al escuchar las palabras del mensajero de Dios, las custodió, las guardó y las meditó en su corazón. Se trata de escuchar, sentir y conservar la Palabra, lo cual se desarrolla en la reverencia, en la obediencia y en la admiración. Nosotros no somos los dueños la Palabra de Dios, sino sus servidores. Cuando, en la fe y en la oración, leemos la Sagrada Escritura, entonces en ella no buscaremos algo para narrar a los demás o para satisfacer nuestra curiosidad. Es necesario, en la paz y en el silencio, permitir a Dios que nos hable.
María nos promete su cercanía, su ayuda y su intercesión. No permanezcamos indiferentes a sus llamados.
Fr. Ljubo Kurtovic
Medjugorje, 26.01.2006