A finales del 2015 tuve la oportunidad de peregrinar a Medjugorje por segunda vez. En aquella ocasión visité, en medio de un fuerte frío, la colina del Pobdrdo y el monte Krizevac. Ambas subidas estuvieron llenas de oración y de ofrecimientos interiores. En el monte Krizevac sucedió algo que aún hoy me conmueve recordar.  Luego de casi tres horas de una trabajosa subida, en la que rezamos el Via Crucis, nos postramos ante la gran cruz blanca que contiene una astilla de la Cruz de Cristo.  Yo me sumí en oración silenciosa, presentando muchas peticiones y súplicas de parte de varias personas.  Traté de acordarme de todos y de cada uno de los que me habían pedido oración y así pasé un largo rato en silencio. A mi lado estaba una persona también arrodillada en oración silenciosa. Cuando ya comenzaba a anochecer, decidimos bajar.  Bajamos en silencio.  El Señor me regaló la gracia de sentir frío, cansancio y un creciente dolor en las rodillas, me sentía literalmente ‘molido’. Pero pudimos completar el regreso a pie hasta el alojamiento, ya que tuvimos otra misteriosa gracia: la de no encontrar ni un taxi que nos llevara de regreso a la pensión.  De hecho, todo esto me hacía pensar en lo trabajoso que puede ser a veces nuestro camino de santificación. Estoy seguro de que el Señor me permitió todo ello pues lo necesitaba para mi bien, para mi conversión a Él.

Al día siguiente, ya recuperados físicamente. Conversábamos acerca de lo vivido el día anterior. La persona que el día anterior había visto rezar en silencio ante la gran cruz blanca del monte, me contó algo de lo sucedido: sintió cómo de pronto la gran cruz blanca de cemento armado se convertía en un gran corazón que latía fuertemente.  Olvidé decir que esta persona oraba como abrazada a la base de la cruz.  Y es que, al abrazarla, el Señor le había regalado el poder sentir que se abrazaba a Su Sagrado Corazón.

Dos años después, en 2017, acompañando esta vez a un grupo de peregrinos peruanos, en un día soleado subíamos al lugar de las primeras apariciones.  De pronto me dí cuenta que una de las personas de mi grupo se iba quedando rezagada al final. Pero no podía bajar a darle el alcance y ayudarle.  Guié al grupo hasta la imagen de la Gospa y, luego de orar un momento, fui en busca de esta persona.  La encontré con otras dos señoras y todas muy emocionadas.  Sospeché que ‘algo’ había pasado, pero creí oportuno dejar las preguntas para después.  Bajamos en silencio y observaba que todos tenían los rostros como aliviados y llenos de paz. Ya por la noche, en el alojamiento, escuchamos todos con asombro el testimonio de esta señorita que se quedó al final: ella vió como la Gospa se le acercó y la recibió con un fuerte abrazo.  Experimentó el amor del Inmaculado Corazón de María.  Ella hasta hacía un poco estaba muy acongojada porque sentía que los pies no le daban para subir y veía el camino como muy empinado y difícil para hacer pie. Se armó de coraje y logró subir hasta ver la imagen coreana de la Gospa y allí, viendo que no podía más con sus pies se puso a llorar pues no alcanzaba a llegar al lugar santo.  Es ahí donde ve cómo la misma Gospa viene a su encuentro y muy contenta la abraza, como solo la Madre puede abrazar a sus hijos.

No tengo dudas de que en Medjugorje lo que la mayor parte de personas experimenta es el amor y la cercanía de los Sagrados Corazones de Jesús y de María. A eso le llamamos paz, pues la paz -bíblicamente entendida- es la plenitud del amor de Dios en el propio corazón, el Shalom hebreo.  Es como si el cielo mismo de pronto se vertiera en el propio corazón, haciendo que como un río brote la paz.

Escribo este artículo en el día del Sagrado Corazón de Jesús.  Es para mí una fiesta especialmente entrañable.  El Corazón de Jesucristo está presente en mi camino desde mi conversión y -sobre todo- en los albores de mi vocación a la vida religiosa y al sacerdocio.  Precisamente, en la liturgia de esta solemnidad la Iglesia considera un texto del profeta Oseas que a mí no deja de cautivarme: es el mismo Dios que dejando ver al vivo su ternura, se muestra como un padre mimando a su niño pequeño. El texto de Oseas deja claro que le rodea ‘con cuerdas humanas, con lazos de amor’.  Pues, Medjugorje ha significado y significa para mí ese cúmulo de ‘cuerdas humanas’ y ‘lazos de amor’ con que el Padre, inmerecidamente, me ha ido rodeando.  Y así como a mí, estoy seguro de que lo ha sido con muchas más personas.

San Pablo nos dice que eleva su oración para pedir que todos los discípulos de Jesucristo podamos conocer la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del amor de Dios, este ‘conocimiento’ -que es a nivel del corazón- es lo que podemos llamar la experiencia del amor de Dios, a la que la Gospa nos invita y atrae en Medjugorje. De allí viene la paz. De allí procede la oración con el corazón.  Precisamente, en Medjugorje he podido palpar varias veces esta inmensa e impresionante realidad.  Aquellas ‘cuerdas humanas’, aquellos ‘lazos de amor’ se revisten de sonrisas, de abrazos, de alegría profunda, de acogida, incluso de un bocadillo a tiempo, a los pies de la Madre, cerca de Su Inmaculado Corazón.

En mayo del 2019, otra vez en Medjugorje, un día decidí dar la mañana libre a mi grupo de peregrinos.  Comprobé que ya sabían moverse con facilidad y sin perderse del alojamiento. Decidí aprovechar las horas para ir a orar a solas ante el Cristo Resucitado de bronce.  Así lo hice.  Y ya que -curiosamente- había muy poca gente allí, me acerqué a la gran escultura y me abracé a las piernas del gran Cristo apoyando mi frente con los ojos cerrados.  Oré con toda mi alma.  Cuando iba acabando, sentí que tenía el rostro y las manos mojados.  Pensé que era una llovizna.  No. Grande fue mi sorpresa al comprobar que no era agua.  Era un óleo muy parecido al Santo Crisma con el cual fui ordenado sacerdote veintiún años antes.  La fragancia era fuerte y riquísima. Lo primero que hice fue ungir mi cabeza tratando de no desperdiciar nada.  Y así, sin dejar de oler mis manos, me fui caminando y tambaleándome de alegría, confundiendo mis lágrimas con aquel misterioso óleo que me recordaba claramente el momento de mi ordenación sacerdotal.   Aquel día comprendí más claramente lo que es la generosidad del amor de Dios, que nos abruma y nos rodea sin previo aviso.

Medjugorje es una cascada de sorpresivas bendiciones, es como cuando la Preciosa Sangre de Jesucristo que brota del Corazón abierto del Salvador cae incesantemente sobre uno.  Por eso creo que aquel bendito lugar es -sobre todo- el lugar desde donde los Sagrados Corazones no cesan de dispensar de modos increíbles: amor, paz, alegría, compañía, consuelo, perdón, vida nueva.

Por eso, ahora que celebramos al Sagrado Corazón de Jesús y, ante el Inmaculado Corazón de María, no dejo de dar gracias por el inmenso amor de Dios que se nos ha manifestado en el Verbo que se ha hecho carne y que es también Hijo de María.

 

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