LA EUCARISTÍA COMO ALIMENTO

El Sacramento de la Eucaristía no es sólo verdadero sacrificio, es, también, verdadero banquete, en el cual Cristo se ofrece como alimento de vida eterna y nos une a Él en la comunión.

No se trata de un alimento metafórico, figurado o simbólico, sino de un alimento real: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida” (Jn 6, 55).

Recordemos una de las afirmaciones de Jesús que más extrañeza y escándalo causaron a sus oyentes: “Yo soy el Pan vivo bajado del cielo: el que coma de este Pan vivirá para siempre”. “El pan que yo les voy a dar, es mi carne por la vida del mundo” (Jn 6, 51). Este pan es la Eucaristía, que es el Cuerpo de Cristo entregado en sacrificio para que el mundo viva.

Quien come, quien se alimenta de este “pan del cielo” o “pan de vida” no lo metaboliza como un pan común: este no entra a formar parte de su cuerpo. No asimila a Jesús: es Jesús quien le asimila y le “asemeja” a Él, quien le cristifica, y, de esta manera, Él nos da su misma vida divina haciéndonos divinos. Por eso, el que come el Cuerpo de Cristo, tiene ya vida eterna y vivirá eternamente.

Por eso, la gracia sacramental propia de este sacramento, es llamada nutritiva, porque es el alimento de nuestra alma que conforta y vigoriza en ella la vida sobrenatural.

En otro Mensaje extraordinario, el 2 de mayo de 2018, la Gospa nos apremiaba nuevamente con una potente llamada al amor, a ser apóstoles de amor, y, para ello, para ser colmados de amor, hemos de acudir a la Eucaristía, hemos de alimentarnos de ella, que es el corazón mismo de la fe y la fuente del amor: “Apóstoles de mi amor, haceos pequeños. Abrid vuestros corazones puros a mi Hijo para que Él pueda actuar por medio vuestro. Con la ayuda de la fe, llenaos de amor, pero, hijos míos, no olvidéis que la Eucaristía es el corazón de la fe: es mi Hijo que os nutre con su Cuerpo y os fortalece con su Sangre. Este es el milagro del amor: mi Hijo, quien siempre y nuevamente viene vivo para vivificar a las almas”.

, como afirma el Papa Urbano IV en la bula con la que instituyó la celebración del Corpus Christi en 1264: la Eucaristía “es un alimento que restaura y nutre verdaderamente, sacia en sumo grado no el cuerpo, sino el corazón; no la carne, sino el espíritu; no las vísceras, sino el alma. El hombre tenía necesidad de un alimento espiritual, y el Salvador misericordioso proveyó, con piadosa atención, al alimento del alma con el manjar mejor y más noble”.

El Cuerpo y la Sangre de Cristo que adoramos y comulgamos nos une de manera íntima con Él, para hacernos partícipes de su amor infinito. Y, así, al comulgar recibimos a Jesucristo de una manera real y substancial.

El sacramento de la Eucaristía es una unión real, íntima con Dios que nos llena de Su gracia. “Quien come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él” (Jn, 6,56).

Quien comulga tiene dentro de sí a Jesús, tanto como María lo tuvo durante los nueve meses del embarazo. Así de grande es el sacramento de la Eucaristía, que nos permite nutrirnos de Cristo y degustar el Cielo en la Tierra.

La Gospa aseguró en Medjugorje que “la fuerza la encontraréis en la Eucaristía, en mi Hijo que os nutre con Su cuerpo y os fortalece con Su sangre” (Mensaje del 2 de febrero de 2020). Y, también, que “comulgar vale más que ser vidente”.

Y asegura sin titubear: “Si el centro de vuestra vida es comulgar a mi Hijo, entonces no tengáis miedo, todo lo podéis” (2/06/2012).

San Juan Pablo II en la Carta Encíclica “La Iglesia vive de la Eucaristía” hace referencia, precisamente, a estas tres dimensiones de la Eucaristía que hemos analizado: “El Misterio eucarístico –sacrificio, presencia, banquete –no consiente reducciones ni instrumentalizaciones; debe ser vivido en su integridad, sea durante la celebración, sea en el íntimo coloquio con Jesús apenas recibido en la comunión, sea durante la adoración eucarística fuera de la Misa. Entonces es cuando se construye firmemente la Iglesia y se expresa realmente lo que es: una, santa, católica y apostólica; pueblo, templo y familia de Dios; cuerpo y esposa de Cristo, animada por el Espíritu Santo; sacramento universal de salvación y comunión jerárquicamente estructurada” (n. 61).

De otra suerte, no podemos olvidar tampoco que, en la Santa Misa, en la celebración de la Eucaristía, nos encontramos siempre con la bendita presencia de la Santísima Trinidad. En este sentido, afirma el Papa Francisco: “Todos los domingos vamos a Misa, celebramos juntos la Eucaristía, y la Eucaristía es como la “zarza ardiente” en la que humildemente vive y se comunica la Trinidad”.

La Doctrina Trinitaria nos enseña que cada una de las personas divinas es el Dios único y verdadero. Y, con el concepto de “pericóresis”, expresa el grado de unión entre las Tres Personas Divinas, el “ser y estar en” de las Personas entre sí, cómo se compenetran mutuamente. Las Tres Personas, en razón de su identidad esencial con la sustancia divina una y por su relación entre sí, están una en otra de la manera más íntima. Es decir, cada Persona Divina está en las otras: existen la una en la otra en razón de que son el mismo y único Dios.

De esta suerte, aunque el Santísimo Sacramento del Altar es el Sacramento del cuerpo y de la sangre de Cristo, de la presencia substancial, real, de Cristo Resucitado, vivo y glorioso, con Su cuerpo, sangre, alma y divinidad (Segunda Persona de la Santísima Trinidad), podemos intuir que, junto a Él, Verbo Encarnado, Nuestro Dios Enmanuel, están también presentes, por este misterio inefable de la “pericóresis”, el Padre y el Espíritu Santo.

No olvidemos, finalmente, que este Pan Vivo, este Pan de Vida que celebramos, adoramos y comulgamos es el Hijo Unigénito de María Virgen, es un Pan amasado en Su seno, inmaculado y puro; por esto “SABE” a la Madre del Señor. Con Ella lo “saborearemos” y “asimilaremos” mejor.

Porque ese Pan eucarístico es la carne y la sangre del Hijo del Hombre, el Verbo Encarnado, Nuestro Emmanuel. Y, como quiera que esa “carne y sangre”, toda la substancia humana (la humanidad de Cristo) la tomó el Espíritu Santo de Su Madre Virgen, esa carne es, pues, carne de María. Es la carne que el Verbo eterno del Padre asumió de Ella, pues de Ella se encarnó (como confesamos en el Credo) por obra y gracia del Espíritu Santo: carne de Su carne y sangre de Su sangre. Por eso, de alguna manera inefable, misteriosa, pero real, en el Santísimo Sacramento del Altar, que es el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, hay también una presencia mística de Su Madre y Madre Nuestra, la Santísima Virgen María, mayor que en cualquier imagen o representación Suya. Por eso, cada vez que participamos en la celebración de la Eucaristía y adoramos el Santísimo Sacramento del Altar, nos encontramos, inefable y realmente con Ella.

San Juan Pablo II intitula el 6º Capítulo de su carta Encíclica Ecclesia de Eucharistia, “En la escuela de María, mujer «eucarística»”. En la Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, presenta a la Santísima Virgen como Maestra en la contemplación del rostro de Cristo, e incluye entre los misterios de la luz, la institución de la Eucaristía. Y afirma: “María puede guiarnos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con él (…) La Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con este santísimo Misterio” (n. 53).

Pidámosle, pues, a María, Mujer Eucarística, Madre del Pan de Vida, que despierte en nosotros el asombro frente al don inconmensurable de la Eucaristía, una fe y un amor creciente a este augusto Sacramento.

Que Ella nos ayude a celebrar, adorar y comulgar la Eucaristía con Su mismo amor, humildad y devoción.

Francisco José Cortes Blasco

Compartir: