12 septiembre 2018
Por cuarto año consecutivo he ido este verano a confesar dieciséis días a Medjugorje. Aunque creo en la autenticidad de las apariciones, eso no pasa de ser mi opinión personal, sin mayor importancia. Lo que en cambio es claro es que Medjugorje es el mayor confesionario del mundo.
Las dos cosas que sólo un sacerdote puede hacer son celebrar Misa y confesar. Es indudable que desde hace ya muchos años el sacramento de la Penitencia está en crisis, crisis que se debe a que los fieles no se acercan a utilizarlo y los sacerdotes no nos sentamos a confesar, círculo vicioso que nos corresponde a los sacerdotes romper, dando facilidades a nuestros fieles y pasando horas en el confesionario.
En Medjugorje, ciertamente, no pierdes el tiempo. Contra lo que muchos piensan, la confesión sigue siendo necesaria y recordemos que hay toda una rama de la Medicina, el psicoanálisis, que enseña que, incluso en un plano meramente natural, el decir nuestras faltas tiene un carácter liberador. Cada vez más gente experimenta la necesidad de confesarse, y aunque ver al psiquiatra y al psicólogo es algo bueno, y yo mismo he recomendado en algunas ocasiones a mis penitentes acudir a ellos, es indudable que el problema religioso es con relativa frecuencia el nudo del problema. Y eso nos toca a los confesores.
Allí las colas de más de una hora para confesarse son muy frecuentes y, como suele suceder en los grandes centros de peregrinación, las conversiones y confesiones desde hace muchos años son bastante frecuentes. Las causas son múltiples, aunque creo que el motivo fundamental es encontrar la paz. Este año he notado un espectacular aumento en el número de abortos confesados, cosa, por otra parte, no extraña: sólo en España se cometen más de cien mil al año. Y es un pecado que, al contrario que muchos otros, con el paso del tiempo no sólo no se olvida sino que cada vez su recuerdo es más vívido, con el famoso y realísimo síndrome postaborto, que ha destrozado y destroza tantas vidas. Recuerdo en este punto lo que le decía un amigo sacerdote a un abortista: “A nosotros nos toca recomponer lo que vosotros habéis roto”.
Para ello es muy importante el perdón. Es cierto que el sacerdote le concede el perdón de Dios, y puede volver a recibir los sacramentos, pero le queda a quien lo ha hecho o colaborado el ser capaz de perdonarse a sí misma, pedir perdón al bebé asesinado, rezando por él y encomendándose a él, y, a su vez, ser capaz de perdonar a aquellos que le han empujado a tan horrible crimen. No nos olvidemos que en el Padre Nuestro decimos: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, y esto hay que decirlo no con la boca chiquita, sino con todo el corazón.
Pero además, en el sacramento de la Penitencia, aparte de perdonar los pecados de los penitentes, una de las misiones más importantes es la de impartir consuelo. Cuando te llega una persona destrozada, sea como consecuencia de sus pecados, sea simplemente por las adversidades sufridas, nuestra tarea sacerdotal es acercarles a Cristo, quien nos dice “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré” (Mt 11,28).
Por otra parte, también empieza a llegarte gente que ha pecado con las nuevas tecnologías: fecundación in vitro de óvulos (luego no se sabe qué hacer con los sobrantes) o esa nueva forma asquerosa de esclavitud femenina que es el alquiler de vientres. Y no olvidemos que en la educación afectivosexual europea se pretende suprimir el sexto mandamiento, llegando a confiar el cómo debe ser esta educación a la diputada austríaca Ulrike Lunacek, defensora acérrima de la pedofilia, a la que califica de “educación afectivosexual interactiva y libre de tabúes”. Como definición es preciosa, pero lástima que se trate de loa prosaica realidad de la pedofilia.
Para mí queda muy claro que el sacramento de la Penitencia es uno de los siete sacramentos y por tanto un lugar privilegiado de encuentro entre Dios y el Hombre. Pero creo también que Dios, que es nuestro Creador y nos conoce por tanto perfectamente, ha querido cubrir con él la realidad humana de que no podemos quedar encerrados en nosotros mismos, sino que necesitamos abrirnos no sólo al sacerdote, sino sobre todo a Él. El perdón de Dios se da en el sacramento, pero las palabras de consuelo tienen también allí una especial eficacia.
Pero además, por primera vez en mi vida, me encontré muy cerca a gente poseída, que será el tema de mi próximo artículo.