Desde La Salette (Francia, 1846), en todas Sus Apariciones, la Santísima Virgen María, Madre de Dios y nuestra, nos llama, con insistencia y renovada urgencia a la conversión, la penitencia y el sacrificio.

Citemos sólo las más conocidas: Lourdes (Francia, 1858); Fátima (Portugal, 1917); Amsterdam (Holanda, 1945-1959); San Sebastián de Garabandal (España, 1961-1965); Akita (Japón, 1973); Kibeho (Rwanda, 1981) y Medjugorje (Bosnia-Herzegovina, 1981- ¿?).

En Lourdes, a Bernardita, le repite, por tres veces: “Penitencia, penitencia, penitencia”. En Fátima, ya en la primera Aparición, el 13 de mayo, preguntó a los pastorcitos: “¿Queréis ofreceros a Dios, para soportar todos los sufrimientos que os quiera enviar en reparación por los pecados con que Él es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores?”. Y al mostrarles el infierno, les dice: “Rezad, rezad mucho y haced sacrificios por los pecadores, que muchas almas se van al infierno por no haber quién se sacrifique y pida por ellas”. La palabra clave de la tercera parte del secreto es el triple clamor del ángel de la espada flameante: “¡Penitencia, penitencia, penitencia!”.

Finalmente, en Medjugorje, afirma con rotundidad: “He venido a invitar al mundo a la conversión por última vez” (2.05.1982). Años más tarde, declaraba: “Queridos hijos, hoy, os invito a la conversión. Este es el mensaje más importante que Yo os he dado aquí” (25.02.1996).

Junto a estos mensajes, este llamado de orden místico, hay también otros de carácter profético o apocalíptico intrínsecamente unidos a aquellos, supeditados a que cumplamos o no sus peticiones. Son profecías tanto de índole personal o individual (como cuando habla del infierno que les espera a los pecadores que no se arrepienten y siguen ofendiendo a Dios o de la bienaventuranza eterna que gozarán los que se deciden por la santidad y la viven); como a nivel colectivo o comunitario (revoluciones, guerras y calamidades en el mundo, y persecuciones, sufrimientos, y apostasía para la Iglesia, si desoímos y no obedecemos Sus mensajes).

En este sentido, son más conocidas las profecías de La Salette y las tres partes del Secreto de Fátima. Pero, como la tercera parte del mensaje de Fátima no se dio a conocer en 1960, tal como Lucia lo pidió de parte de la Virgen, un año después, vino a San Sebastián de Garabandal, para darnos dos mensajes: “Hay que hacer muchos sacrificios, mucha penitencia. Tenemos que visitar al Santísimo con frecuencia. Pero antes tenemos que ser muy buenos y si no lo hacemos nos vendrá un castigo. Ya se está llenando la Copa, y si no cambiamos, nos vendrá un castigo muy grande” (18.10.1961). Y por medio de san Miguel, cuatro años después: “Como no se ha cumplido y no se ha hecho conocer al mundo mi mensaje del 18 de octubre de 1961, os diré que este es el último. Antes la Copa se estaba llenando, ahora está rebosando. Cardenales, Obispos y Sacerdotes van muchos por el camino de la perdición y con ellos llevan a muchas más almas. A la Eucaristía cada vez se le da menos importancia. Debéis evitar la ira de Dios sobre vosotros con vuestros esfuerzos. Si le pedís perdón con vuestras almas sinceras, Él os perdonará. Yo, vuestra Madre, por intercesión del Ángel San Miguel, os quiero decir que os enmendéis. Ya estáis en los últimos avisos. Os quiero mucho y no quiero vuestra condenación; pedidnos sinceramente y nosotros os lo daremos. Debéis sacrificaros más. Pensad en la Pasión de Jesús” (18.06.1965).

Como seguimos sin hacerle caso, en Akita, nos volvía a advertir de nuevo: “Si los hombres no se arrepienten y no se mejoran, el Padre mandará un terrible castigo a toda la humanidad. Será un castigo más grave que el diluvio, como jamás ha habido otro (…) La acción del diablo se infiltrará hasta la Iglesia, de tal forma que se verán cardenales oponiéndose a otros cardenales, obispos contra obispos. (…) Las iglesias y los altares serán saqueados. La Iglesia se llenará de quienes aceptan componendas, y el demonio empujará a muchos sacerdotes y almas consagradas, a abandonar el servicio del Señor” (13.10.1973). “Oración, Penitencia y Sacrificios animosos pueden suavizar la Ira del Padre” (3.08.1973).

Finalmente, en Medjugorje, suplicaba: “Os ruego que os convirtáis. No os podéis imaginar lo que va a suceder ni lo que el Padre Eterno enviará a la tierra. ¡Por eso debéis convertiros! Renunciad a todo. Haced penitencia” (24.06.1983). Y añadía: “Os invito a ofrecer cada uno de vuestros sacrificios con amor” (4.07.1985). “¡Queridos hijos! Os invito a todos a la conversión del corazón” (25.08.2004).

Sea como fuere, es bueno que nos preguntemos: ¿Qué nos pide, concretamente, nuestra Mamá con tanta insistencia? ¿Es lo mismo conversión que penitencia? ¿Qué sacrificios podemos hacer?  ¿Son tres cosas distintas o, en realidad, una sola?

La conversión apunta a la idea de cambiar de rumbo, de hacer marcha atrás (arrepentirse) y volviendo uno sobre sus pasos, regresar “al Padre” (enmendarse). Esto define lo esencial de la conversión que implica siempre un cambio de conducta, una nueva orientación de todo el comportamiento. En el Nuevo Testamento, el mensaje de conversión de los profetas de Israel reaparece en toda su pureza en la predicación de Juan Bautista, el último de ellos. Un grito condensa su llamada: “Convertíos, pues el Reino de los Cielos está cerca” (Mt 3,2). Ese Reino se inauguró con Jesús, que vino al mundo para llamar a los pecadores a la conversión (cfr. Lc 5,32); es este, precisamente, un aspecto esencial del Evangelio: “Convertíos, porque el Reino de los Cielos ha llegado” (Mt 4,17).

El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que “la conversión es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver a Él nuestros corazones: ‘Conviértenos, Señor, y nos convertiremos’ (Lam 5,21). Dios es quien nos da la fuerza para comenzar de nuevo” (n. 1432). La respuesta humana a esta gracia, el proceso de la conversión y de la penitencia, fue descrito maravillosamente por Jesús en la parábola llamada “del hijo pródigo”, cuyo centro es “el padre misericordioso” (Lc 15,11-24).

Sea como fuere, aunque la conversión nace del corazón, no se queda encerrada en el interior del hombre, sino que fructifica en obras externas, poniendo en juego a la persona entera, cuerpo y alma. Uno no se puede oponer al pecado, en cuanto ofensa a Dios, sino con un acto verdaderamente bueno: estos actos son las obras de penitencia, con las que el pecador se arrepiente de aquello con lo que ha contrariado la voluntad de Dios y busca activamente eliminar ese mal con todas sus consecuencias. En eso consiste la virtud de la penitencia.

La penitencia es, de este modo, el conjunto de actos interiores y exteriores dirigidos a la reparación del pecado cometido, y el estado de cosas que resulta de ello para el pecador. Afirma el Catecismo: “La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia” (n. 1431).

La penitencia interior del cristiano puede tener expresiones muy variadas. La Escritura (cfr. Tb 12,8; Mt 6,1-18) y los Padres de la Iglesia insisten sobre todo en tres formas básicas: el ayuno, la oración, la limosna, que expresan la conversión con relación a sí mismo, con relación a Dios y con relación a los demás. A esas tres formas se reducen, de un modo u otro, todas las obras que nos permiten rectificar el desorden del pecado. ¡La Reina de la Paz, la Gospa de Medjugorje, no se cansa de llamarnos, precisamente, a la oración, al ayuno, al amor mutuo! ¡Cuántas veces nos repite lo mismo, porque seguimos sin hacerle caso! “Queridos hijos, orad sin cesar y preparad vuestros corazones con la penitencia y el ayuno” (4.12.1988).

La Iglesia nos impulsa a las obras de penitencia especialmente en algunos momentos: “los tiempos y los días de penitencia a lo largo del año litúrgico (el tiempo de Cuaresma, cada viernes en memoria de la muerte del Señor) son momentos fuertes de la práctica penitencial de la Iglesia” (Catecismo, n. 1438). También nuestra Mamá nos lo recuerda en Medjugorje: “Queridos hijos, esta Cuaresma debe ser para vosotros un estímulo especial para el cambio de vida… os invito a la conversión personal” (13.02.1986).

Por último, el sacrificio es el acto central de casi todas las religiones.  Por supuesto, en cada religión el sacrificio recibe un significado particular. ¿Qué es un sacrificio? Esencialmente es una ofrenda. Una ofrenda de amor. Un sufrimiento aceptado por amor. Hacer sacrificio es ofrecer a Dios (y/o a la Virgen), porque lo(s) amamos, cosas que nos cuestan trabajo. A lo largo del día se presentan miles de ocasiones para poner en práctica nuestra facultad para amar y sacrificarnos. El sacrificio es lo que verifica la autenticidad del amor.

De esta suerte, nos dice nuestra Mamá en Medjugorje: “cuando tengáis sufrimientos, ofrecédlos en sacrificio a Dios” (29.03.1984). “¡Queridos hijos! Deseo agradeceros todos vuestros sacrificios y os invito al sacrificio más grande: el sacrificio del amor. Sin amor, vosotros no podréis transmitir vuestras experiencias a los demás. Por lo tanto, Yo os invito, queridos hijos, a comenzar a vivir el amor en vuestros corazones” (27.03.1986).

El Catecismo nos enseña que el sacrificio es un acto de la virtud de la religión, y que es justo ofrecer a Dios sacrificios en señal de adoración y de gratitud, de súplica y de comunión (n. 2099).

La celebración de la Eucaristía, el sacrificio por excelencia, nos permite cada vez que participamos en la Santa Misa, ofrecernos en sacrificio con Cristo. Es así como el cristiano se ofrece a sí mismo en unión con Cristo al Padre.

Otras formas de sacrificio cristiano son: las ofrendas u oblaciones, como el diezmo, las limosnas, etc.; las obras de caridad y misericordia; y la mortificación de las pasiones y los sentidos.

¿Qué entendemos por mortificación? Básicamente consiste en vencer y hacer morir, tanto como sea posible, lo que en nosotros mismos es causa de pecado: las pasiones y el deseo sensual, es decir, “el hombre viejo” (concupiscente y pecador). El fin de la mortificación es permitir que “el hombre nuevo” (redimido por la gracia) nazca y crezca en nosotros y alcance su pleno desarrollo. Por eso, en realidad, es más bien una vivificación. Morir a nuestra voluntad humana, para vivir (como Nuestra Mamá celeste ha vivido siempre) en el Reino de la Divina Voluntad, del Fiat Divino.

La Santísima Virgen María es el ejemplo perfecto de una vida entregada (sacrificada) a Dios. Por su unión al sacrificio de Su Hijo en la Cruz cooperó estrechamente con nuestra Redención. Ella nos ayuda a entregar nuestra vida como un sacrificio de amor.

 

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