FUENTE: http://www.lavanguardia.com/
AUTORES: VÍCTOR AMELA, IMA SANCHÍS y LLUÍS AMIGUET        
FOTO: LV | Foto: Neus Mascarós

Tengo 48 años. Nací y vivo en Aberdeen, una pequeña ciudad escocesa. Estoy casado con Julie y tenemos siete hijos. Intenté estudiar Historia sin éxito. Nunca he tenido ideología política, para mí lo más importante es ayudar a los que tienen una necesidad mayor. Soy católico practicante.

A los 14 años fui a un lugar de peregrinación llamado Medjugorje, en Bosnia. Dicen que allí la Virgen María se aparece, eso no me ocurrió, pero tuve una fuerte experiencia de Dios.

Un niño tímido

Mi historia está llena de milagros, me dice Magnus. ¿Acaso no lo es que desde un pequeño cobertizo en un perdido pueblo escocés hayamos llegado a ayudar a tantos niños? Mary’s Meal es hoy una organi­zación internacional y de su fundador se han hecho películas. La idea, como todas las buenas ideas, es muy sencilla: dar de comer a través de las escuelas, y conseguir que la escolaridad se dispare, a niños de países pobres. Alimentos que cultiva y cocina la comunidad a la que se llega a través de las propias redes de ayuda. Magnus era un niño tan tímido que jamás se atrevió a levantar la mano en la escuela, una historia inspiradora para todos los que nos sentimos minúsculos.

Usted era piscicultor.

Sí, me encantaba pescar, cazar e ir a los pubs. Cuando tenía 24 años, vi con mi hermano los horrores de la guerra de los Balcanes por la tele y quisimos colaborar: recogimos comida y ropa de amigos y vecinos, y lo llevé en mi jeep.

No se planteaba nada más…

No, pero cuando regresé, el cobertizo de mi ­casa estaba a rebosar de comida y ropa. Decidí dejar mi trabajo y vender mi casa. Un vecino me dejó un camión y me dediqué a transportar ­toda esa ayuda. En un año hice veinte viajes.

¡¿Tuvo que vender su casa?!

No fue una elección difícil, no tenía responsa­bilidades, ni familia que mantener.

¿Qué aprendió en esos viajes?

Se derrumbó mi idea preconcebida de que los refugiados eran pobres desgraciados. La mayoría eran personas mucho más cualificadas que yo y me enseñaron muchas cosas. También aprendí a conducir un camión.

Su historia está llena de milagros.

Eso es lo que siento… ¡Se han dado tantos! Me hice amigo de unos bosnios refugiados en ­Escocia. Cuando pudieron volver a casa, les acompañé con sus cosas en mi camión, pero ­hubo problemas en la frontera y ellos tuvieron que volver en avión. Les compré los billetes: 4.200 libras, todo mi capital.

Es usted generoso…

Prefiero tener amigos que dinero, pero estaba preocupado. La sorpresa fue que en casa me esperaba una donación anónima de 4.200 libras exactamente. Eso me ha pasado varias veces.

Siguió ayudando en Rumanía, Liberia, Malaui, Somalia…

Nunca cogí un mapa y dije: “voy a ir aquí”. Mis padres tienen un centro de retiro católico al que acuden sacerdotes y fieles, y muchos nos pedían ayuda, otras personas lo hacían por e-mail.

¿Qué le ha transformado?

Conocer a personas que han llevado a cabo increíbles actos de generosidad ha desarrollado en mí un conocimiento profundo de nuestra capacidad de bondad. La gente es buena.

En Liberia convivió con torturas, asesi­natos, canibalismo…

Conocí a muchos niños soldados y oí sus historias. Me sorprende comprobar como la gente que ama puede superar cualquier desgracia.

¿Obvia usted los horrores?

Soy optimista respecto a la humanidad porque mi experiencia es que el bien, el amor, gana.

A menudo son los propios gobiernos corruptos los que se quedan con la ayuda.

Por eso nosotros movilizamos a la gente corriente. Somos gente corriente de muchos países trabajando con gente corriente de países necesitados para alimentar niños hambrientos.

La idea de cultivar en los propios países los alimentos es muy inteligente.

Ayudar a la economía local es esencial para que colaboren en escolarizar y alimentar a sus hijos. En mi primera visita a Malaui (2002), año de una hambruna terrible, conocí a una familia en una aldea. El padre había fallecido y la madre, Emma, agonizaba. Tenía seis hijos. Al mayor, Edward, de 14 años, le pregunté cuáles eran sus sueños: “Poder comer e ir al colegio”, me dijo.

Eso debe de marcar.

Me encanta la idea de que todo este movimiento global que une escuela y alimentación prendiera con la chispa de un niño de 14 años. Y hay otra historia que ocurre a continuación.

Me gustaría oírla.

Cuando fui a Medjugorje, en 1982, mi hermana Ruth publicó un artículo de nuestra experiencia en una revista católica y empezamos a re­cibir muchas cartas de personas que querían saber más de ese lugar, entre ellas la de una señora de Malaui: Gay Russell, que era piloto.

¿Me va a contar otro milagro?

Sí. Veinte años más tarde, durante la hambruna en Malaui, conocí en el retiro familiar a un hombre de negocios, Tony Smith. Por casua­lidad él nos oyó hablar de Gay Russell, a la que nunca olvidamos: “La conozco –dijo–, estamos construyendo una réplica de la ermita de Medjugorje en Malaui”. Fuimos a conocerla, ella trabajaba para paliar el hambre de los niños.

Bonita historia.

Estando allí Tony Smith me recordó las pa­labras del senador George McGovern: “Si EE.UU. decidiera sufragar una comida diaria a los niños más pobres del mundo, los países subdesarrollados saldrían de la pobreza”. Sentí que eso es lo que debía hacer; así nació Mary’s Meal, en ofrenda a la Virgen de Medjugorje.

¿Es la gente más humilde la que más da?

Ayudar a los demás auxilia al que ayuda, sea pobre o rico, porque nos hace más humanos y más felices. Y surgen iniciativas muy creativas.

La de una camarera del golf de Gleneagles.

Sí, junto a sus colegas decidieron recoger las pastillas de jabón que desechaban los clientes tras un solo uso. Es un olor que todavía reconozco en los campos de refugiados de Liberia y en la parte trasera de mi furgoneta. Tendemos a infravalorar lo que somos capaces de hacer.

…No nos vemos capaces.

Cierto, queremos ayudar pero sentimos que el problema nos sobrepasa, que habrá alguien mejor que lo pueda hacer, o pensamos que dar 15 euros es demasiado poco, sin embargo ese pequeño gesto alimenta a un niño un año.

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