25 de marzo de 2003

La Bienaventurada Virgen María en este mensaje nos dice: “Oren con el corazón y no pierdan la esperanza.” Sucede que el hombre pierde la esperanza, piensa que Dios no lo escucha, como si se hubiera retirado de este mundo y alejado de sus criaturas. Pero, ¿acaso Dios puede olvidar lo que ha creado?

En las palabras de la Virgen de este mensaje, sentimos una esperanza indestructible a pesar de las amenazas de guerras, catástrofes, y pronósticos tenebrosos que han llenado los periódicos. María nos dice que también nosotros somos responsables de la paz. La paz no llega sin nuestro compromiso. Seguramente el hombre recurre a Dios con mayor facilidad cuando le ocurre una desgracia o aflicción. La amenaza de la guerra y la amenaza que incumbe sobre la vida despiertan al hombre de su letargo espiritual, y se acuerda de que existe alguien que es absoluto, omnipotente que no está amenazado como lo estamos nosotros. Por eso es necesario que de nuevo encontremos los fundamentos y la fuente de nuestra vida, la piedra sobre la que construiremos y apoyaremos nuestra vida y este mundo.

En la carta apostólica papal “Al comienzo del nuevo milenio”, sentimos también la esperanza a pesar de todo lo que no despierta la esperanza en un futuro mejor.

Nuestro Dios en Jesucristo, como también María, vivieron en este mundo y tuvieron los cuerpos que nosotros tenemos, pasaron por nuestros caminos de vida. No fueron eximidos ni liberados del sufrimiento, de la cruz y de las alegrías y penas de la vida. Podemos caer en la desesperación o aplicarnos con fe. O el desaliento o la fe. Apoyarse en Dios, en la Palabra de Dios sin algún sustento, como San Pedro cuando se lanzó al agua apoyado en la palabra de Jesús “Ven” (ver Mt 14,29). El creyó a Jesús. La fe y la esperanza son muy similares, casi idénticas.

Así escribe Péguy: “La fe no me sorprende. No me resulta sorprendente. Resplandezco tanto en mi creación… y sobre todo en los niños, mis criaturas, sobre todo en la mirada y en la voz de los niños, que, en verdad, para no verme sería necesario que los hombres estuvieran ciegos. La caridad, dice Dios, no me sorprende. No me resulta sorprendente. Esas pobres criaturas son tan desdichadas que, a menos de tener un corazón de piedra, ¿cómo no iban a tener caridad unas con otras? Pero la esperanza, dice Dios, sí que me sorprende. Me sorprende hasta a mí mismo. Que esos pobres hijos vean cómo marchan hoy las cosas y crean que mañana irá todo mejor, esto sí que es sorprendente y es, con mucho, la mayor maravilla de nuestra gracia. Esa pequeña esperanza que parece una cosita de nada, esta pequeña niña esperanza, inmortal…”

Los grandes santos no fueron tentados en la fe o en el amor. El mismo Jesús fue en Getsemaní tentado en la esperanza. Teresa de Lisieux estaba en su lecho de muerte y fue igualmente tentada en la esperanza, cuando el diablo le dijo: “Querida mía, ¿acaso crees en verdad de hay algo después de la muerte?” Y el Cura de Ars, quien en varias ocasiones hizo la maleta para huir de Ars, no lo hizo porque había perdido la fe o el amor, sino porque no veía alguna esperanza.

Existe un medio para aprender la esperanza y es el que el mismo Jesús utilizó cuando fue tentado en la esperanza o provocado a fin de que se desviara de la a menudo dura voluntad del Padre: pasaba la noche orando. La fuente de la esperanza es la oración y la oración exige el estado de vigilia. Para ejercitarnos en la esperanza, es necesario conquistar esa disposición permanente con la que María pronunció su Sí – a la voluntad de Dios. A través de su sí, Dios hizo obras muy grandes. Un Sí de un corazón humano abre la puerta a Dios a través de la cual puede entrar en este mundo y salvarlo. Hoy también María pronuncia ese sí a través de sus venidas a este lugar, llamándonos al camino de la santidad.

Nuestro Santo Padre, el Papa, nos llama al camino de la santidad. Así nos habla en su carta “Nuovo millenio ineunte”: “Sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial.” Jesús en su discurso en el monte dice: “Sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo.” (Mt 5,48). Como si nos quisiera decir: sean felices como es feliz vuestro Padre Celestial. Escuchemos en las palabras de la Madre María el eco de las palabras de Jesús y permitamos que nos guíe hacia El.

Fr. Ljubo Kurtovic
Medjugorje, 26.3.2003

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