En este segundo artículo os propongo asomarnos –con temor y temblor– al misterio de María, de su persona y misión, ab eterno: o, mejor: en el tiempo de Dios, en la eternidad insondable de su vida íntima. En este tiempo divino y eterno, desde siempre, María es pensada, querida, elegida y destinada a ser la Madre de Cristo, el Verbo encarnado. Toda la grandeza de María consiste en el hecho de ser la «Madre de Dios». Ya en el tiempo, en la historia, la concepción de Jesús en el seno, virginal y purísimo, de María por obra del Espíritu Santo, es, por una parte, el punto central de todo lo que la Virgen es en sí misma y en relación con los creyentes; y, por otra, señala el momento culminante de la acción del Espíritu Santo en la Historia de la Salvación.
Pero, lo que nos ocupa y preocupa ahora es conocer el misterio de María ab eterno, fuera de la historia, en la eternidad de Dios, donde Dios Es y Subsiste en la Unidad Todopoderosa de su Trinidad Simplicísima. Lo primero que hemos de afirmar es que, en verdad, jamás se ha dado una implicación tan total y profunda entre Dios y una criatura humana, como se ha dado y se da en María. La relación de la Virgen María con las tres divinas Personas nos hace experimentar el vértigo del misterio y nos apremia a alabarla con estas palabras de san Francisco de Asís: «Santa María Virgen, no hay ninguna igual a ti, nacida en el mundo, entre las mujeres; Hija y esclava del Altísimo Rey, el Padre celeste; Madre del Santísimo Señor nuestro Jesucristo; Esposa del Espíritu Santo, ruega por nosotros».
Y es que, María está eterna y esencialmente vinculada a Dios Trino y Uno. El laboratorio divino en que surgió la síntesis vital de María es la Trinidad. En Ella están todas sus claves: sin la Trinidad, María es impensable e incomprensible. Para plasmar gráficamente el misterio de Dios Trino y Uno, la imaginación nos sugiere el símbolo de un triángulo. Una sola figura esencial y cerrada en la unidad de sí misma. Con tres lados distintos y complementarios de una misma naturaleza y esencia.
El padre Ramón Cué, sacerdote y poeta, usa, precisamente, esta comparación para referirse a las relaciones de la Virgen con la Santísima Trinidad, objeto de nuestra reflexión: “en el Triángulo Trinitario, coloquemos –dice– en el centro, equidistante de sus tres lados, un punto de luz: María. Así se encendió en la Trinidad entre los Tres, obra de los Tres, destinada a los Tres, en el centro único de los Tres. Tres orillas de un mar que la rodean, la ciñen, la bañan, la engendran, la fecundan y la poseen… María es… una Mujer en el centro trinitario, y desde sus tres lados surgen hacia María –desde las Tres Personas Divinas– las tres relaciones vitales que, Dios Trino y Uno, ha puesto en toda mujer. María, en el centro trinitario, brota al mismo tiempo como Hija, Esposa y Madre. Y así su triángulo humano femenino es creado, exaltado y potenciado divinamente por el Triángulo de la Trinidad, que es su molde, su manantial y su matriz eterna. Y la única clave para comprenderla”.
1. La relación con el Padre
El Concilio Vaticano II destaca el título de HIJA DEL PADRE: “Redimida de un modo eminente, en atención a los futuros méritos de su Hijo y a El unida con estrecho e indisoluble vínculo, está enriquecida con esta suma prerrogativa y dignidad: ser la Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu Santo” (LG 53).
Hija, pues, bien amada de Dios, en quien el Padre se complace. Este es, precisamente, su titulo conciliar: HIJA PREDILECTA DEL PADRE.
Sí: Dios Trino y Uno la inventó y su Omnipotencia la creó. Es obra suya. Su creación por excelencia. Desde que Dios es Dios, María es un latido en la Divinidad. No existía aún en el tiempo, pero compartía la vida de la Trinidad, como la llama de una ilusión y de una promesa en una espera infinita y eterna. El Padre, sueña desde toda la eternidad con engendrar esta Hija única y privilegiada. No le pongamos límites ni a la imaginación creadora, ni al amor infinito, ni a la potencia vital de Dios, para hacerse una Hija a su medida. Dios es Dios y es Padre, y como tal tiene el derecho a engendrar una Hija a su medida, y así Él, que pudo hacer infinitos mundos mejores que el que hizo, no pudo ni quiso hacerse una Madre mejor. En verdad, más que Ella, sólo Dios. Él la elige, predestinándola, y la crea con vistas a la Redención, para ser Madre de su Unigénito.
2. La relación con el Espíritu Santo
También como a nosotros, la filiación divina es, en María, obra del Espíritu, que la hace “hija en el Hijo”. Dios es Esposo. Y Dios Espíritu Santo, plasma en realidad, carne y hueso, alma y cuerpo, la esposa ideal de sus sueños eternos. Es el poder santificante del Espíritu el que penetró en María en el primer instante de su vida, la libró de toda mancha y la hizo una creatura nueva, creada y formada por Él (cf. LG, 56). El Vaticano II la llama «sagrario del Espíritu Santo» (LG, 53).
Parece que fue San Francisco el primero en darle el tratamiento de ESPOSA DEL ESPÍRITU SANTO. María será el espejo al que Él se asome para fecundarlo, sin vaho que lo empañe, con la Imagen viva del Hijo latiendo en sus entrañas maternas en la plenitud de su identidad divina. Esta imagen de la relación nupcial entre el Espíritu y María, expresa dos realidades. Primera, que nunca el Espíritu de Dios ha penetrado tanto en una persona humana, adueñándose totalmente de ella, transformándola y convirtiéndola en puro instrumento suyo, como lo hizo en la Madre de Dios. Y segunda, que nunca una persona se ha dejado poseer y guiar por el Espíritu con total disponibilidad y confianza como María. De ahí que la acción del Espíritu en María sea un lugar privilegiado para comprender mejor su acción en todos nosotros. Y que, igualmente, la libre y amorosa colaboración de María con el Espíritu, sea el modelo de toda relación con este Espíritu santificador. Su obediencia y docilidad absolutas, su abandono total a la voluntad de Dios, tantas veces incomprensible para nosotros, explica que la Iglesia nos la proponga como el modelo supremo de fe. Ella es la primera de los creyentes del Nuevo Testamento, la mejor y, además, la Madre de todos los que vendrán después.
3. LA RELACIÓN CON EL VERBO (EL HIJO)
Aunque María es Hija de su Hijo, por cuanto por Él fueron creadas todas las cosas, y en cierto modo, es, también, su Esposa como nueva Eva asociada esponsalmente al nuevo Adán para la obra salvífica…; en su relación con el Verbo, Ella es, ante todo, Madre. Este es su título más excelente. El que explica y hace posible su vida, su misión, su misterio.
En efecto: Jesucristo es Hijo Único y consustancial con el Padre según la divinidad, y consustancial a nosotros, mediante María, la THEOTÓKOS (Éfeso), según la humanidad. Ella es verdadera MADRE DE DIOS, LA MADRE DEL REDENTOR (cf., Gál 4,4). Siendo una mujer humana, es Madre del Hijo eterno de Dios, al que engendra en el tiempo por obra y gracia del Espíritu, introduciéndose de esta forma en el mismo misterio trinitario.
Dejemos que la imaginación nos introduzca –siquiera en la superficie– del misterio: El Verbo se acercó a Ella con el amor humilde de un ser minúsculo que pide asilo en sus entrañas. Y se refugió, recién nacido, en su regazo. También nosotros, para estudiar y conocer a María, hemos que hacernos niño. Hay que tomar su ejemplo: Niño se hizo el Dios fuerte, Trino y Uno. Y Él, Dios sin tiempo, comenzó a ser contemporáneo de los hombres gracias a María. Por Ella entró en el tiempo. Contemporáneo por María de todos los hombres. Él es Hijo Unigénito. Verbo eterno del Padre. Dios Hijo. Nacido en la eternidad antes que su Madre. Anticipándose a Ella para dársela después Él mismo a su gusto.
La concepción virginal del Verbo de Dios, por obra y gracia del Espíritu divino, significa que todo el genoma humano del Señor procede de la Virgen, su Madre. Toda la sustancia humana la recibe de María. Y, es que, Jesucristo no tuvo padre en el sentido genético de la palabra. Así, pues, en su caso, la transmisión (y recepción) de toda la sustancia humana, de los rasgos fisionómicos y psicológicos, se realizó por un solo canal proveniente de una única fuente, su Madre. Entonces, podemos estar seguros que, sólo el par 23, el cromosoma sexual es diferente en Ellos: en todo lo demás, son idénticos. Así, pues, el parecido físico entre María y el Hijo de Dios debe ser asombroso. Las reacciones y comportamiento generales debieron ser muy semejantes en la Madre y en el Hijo, lo que, por otra parte, se vislumbra claramente en los evangelios. ¿Cómo era, cómo es la Virgen María? Basta mirar a Jesús. El Hijo fue el doble de su Madre, su fotografía, su imagen exacta, tanto en el aspecto físico como en las reacciones psíquicas.
La Santísima Virgen María es aquella mujer grávida que aparece en la grandiosa visión del Apocalipsis, encaramada sobre la luna, vestida con la luz del sol y coronada por una antorcha de estrellas (cf., Ap 12,1-15). Si María es la «llena de gracia», «la Inmaculada», «la siempre virgen», «asunta a los cielos y glorificada en cuerpo y alma», es porque fue elegida y destinada a ser la Madre de Cristo. Porque Ella es la nueva morada a la que Dios baja por pura iniciativa de su amor y de su misericordia para encontrarse definitivamente con su pueblo, para ser Emmanuel, Dios-con-nosotros. Toda la grandeza de María consiste en el hecho de ser la «Madre de Dios».
Ahora, en esta etapa de la historia, en este tiempo de gracia, es enviada por la Santísima Trinidad, “viva y real” (en cuerpo y alma), para recordarnos a todos la urgencia y necesidad de convertir nuestras vidas al amor de Dios, de orar sin interrupción y hacer penitencia, de poner a Dios en el primer lugar, de decidirnos a abandonar definitivamente el pecado. Y, tomándonos de la mano, desea conducirnos a todos a la plenitud de la santidad, al encuentro de su Hijo, al Reino que nos espera, en el que, finalmente, Su Corazón Inmaculado triunfará.