Dice la Escritura: “No olvides los dolores de tu madre” (Eclesiástico 7,27). La Iglesia nos invita a recordar y meditar en los dolores de la Bienaventurada Virgen, nuestra Mamá celeste, especialmente en siete de ellos. Siete es un número que en lenguaje bíblico es símbolo de plenitud o totalidad. Y, después de celebrar la Exaltación de la Santa Cruz, a celebrar, el 15 de septiembre, la memoria de Nuestra Señora, la Virgen de los Dolores.
Durante su vida mortal, como su Hijo, la Virgen María sufrió muchas penas y dolores. Simeón le profetizó: “una espada te atravesará el corazón” (Lc 2,35). Y los cuatro evangelistas nos narran acontecimientos que no podían menos de causar un profundo dolor en nuestra Madre.
Los momentos culminantes de los Dolores de la Virgen están representados por las siete espadas que traspasan su Corazón Doloroso e Inmaculado y se relacionan íntimamente con los que sufrió Su Hijo, porque el sufrimiento de María procede de su total comunión con el Redentor. Fueron tantas las espadas de la Madre como los dolores del Hijo. Cada punzada que daban a Jesús en el cuerpo, era una espada que traspasaba, espiritualmente, al Corazón de la Virgen: cada golpe, cada azote, cada llaga…eran puñaladas que sufría su Corazón materno, tan tierno y dulce. Exclama San Bernardo: “Oh corazón virginal, pintado con siete espadas, y con setecientos deberían de pintarte. No tienen cuenta las estrellas del cielo, ni las gotas del mar, con los dolores de la Virgen María”.
Ambos Corazones eran y son uno. Por esta íntima unión, los sufrimientos de Cristo son los de su Madre, y los de María son los del Corazón de Cristo. Hay en Ellos una perfecta reciprocidad en el amor y en el dolor. Ellos sufren porque nos aman. Y sufren por nuestra indiferencia y falta de amor.
Según la Escritura, los responsables de la Pasión de Cristo somos cada uno de nosotros, pecadores: con cada pecado le volvemos a crucificar y a exponer al escarnio (cfr. Hb 6,6). Por tanto, también somos nosotros, los que causamos los dolores de nuestra compasiva Madre (su llanto, sus espadas) asociados a aquella dolorosa Pasión.
Los relatos evangélicos recuerdan las lágrimas de Cristo por Jerusalén (Lc 19,41) y por su amigo Lázaro (Jn 11,35), pero nada dicen si la Virgen las derramó también. Sin embargo, la intuición de la fe habla en favor de ellas: si María experimentó realmente el dolor y la alegría humana, debió entonces haber llorado, derramado muchas lágrimas de sus ojos tan puros. Así, al contemplar los misterios del Rosario, la imaginamos llorando de gozo en la noche de Navidad, de sufrimiento el Viernes santo y de alegría desbordante el Domingo de Resurrección.
El Papa San Juan Pablo II, en su visita pastoral al Santuario “Nuestra Señora de las lágrimas” en Siracusa, evocando las lágrimas que María ha derramado en algunas Apariciones como en La Salette, en Siracusa o en Czestochowa, dijo: “Vengan aquí, entre estas paredes acogedoras, cuantos están oprimidos por la conciencia del pecado y experimenten aquí la riqueza de la misericordia de Dios y de su perdón. Los guíen hasta aquí las lágrimas de la Madre. Son lágrimas de dolor por cuantos rechazan el amor de Dios, por las familias separadas o que tienen dificultades, por la juventud amenazada por la civilización de consumo y a menudo desorientada, por la violencia que provoca aún tanto derramamiento de sangre, y por las incomprensiones y los odios que abren abismos profundos entre los hombres y los pueblos.
Son lágrimas de oración: oración de la Madre que da fuerza a toda oración y se eleva suplicante también por cuantos no rezan, porque están distraídos por un sin fin de otros intereses, o porque están cerrados obstinadamente a la llamada de Dios.
Son lágrimas de esperanza, que ablandan la dureza de los corazones y los abren al encuentro con Cristo redentor, fuente de luz y paz para las personas, las familias y toda la sociedad” (6/11/1994).
Porque, aún ahora, glorificada en cuerpo y alma, en el cielo, Ella continúa llorando por nosotros, por las ofensas que cometemos contra su Hijo. También ha llorado en Medjugorje y se ha referido al sufrimiento que le causamos, en varios mensajes: “Queridos hijos, Yo os amo incluso cuando vosotros estéis muy lejos de Mí y de Mi Hijo. Yo os pido que no permitáis que mi corazón llore lágrimas de sangre a causa de las almas que se están perdiendo en el pecado. Por lo tanto, queridos hijitos, ¡orad, orad, orad!” (24/5/1984).
“Soy vuestra Madre y sufro por cada uno de mis hijos que se pierde” (14/11/1985).
“Queridos hijos, no lo olvidéis: Yo soy vuestra Madre y siento dolor por cada uno de vosotros que está lejos de mi Corazón” (25/9/2005).
En la Aparición extraordinaria del 2 de diciembre de 2007, según el testimonio de Mirjana, la Virgen estaba muy triste, tenía los ojos con muchas lágrimas. Entre otras cosas, dijo: “Queridos hijos, mientras miro vuestros corazones, el mío se llena de dolor y se estremece. Hijos míos, deteneos por un momento y mirad en vuestros corazones ¿Está mi Hijo, vuestro Dios, verdaderamente en el primer lugar?” (2/12/2007).
Recientemente dijo: “No sabéis cuánto sufre mi Corazón y cuánto oro a mi Hijo por vosotros” (2/9/2014).
Según San Pablo, todos podemos completar lo que falta a la Pasión de Cristo, cooperando de algún modo, misterioso pero real, en la obra de la Redención (cfr. Col 1,24). Podemos, pues, no solo no renovar sus sufrimientos, sino consolarla y desagraviarla poniendo en práctica sus mensajes, viviendo en gracia de Dios: abandonar definitivamente el pecado y decidirnos por la santidad. Para lograrlo, hemos de poner a Dios en primer lugar, abrir nuestros corazones a su amor, orar sin interrupción y acompañar nuestra oración con el ayuno de miércoles y viernes y pequeños sacrificios ofrecidos por amor. Podemos, también, orar por sus intenciones y aceptar ser sus manos extendidas, sus apóstoles de paz y amor.
Nuestro Señor dijo a la Hermana Lucía de Fátima en sus apariciones en Pontevedra: “Mira el Corazón de tu Madre rodeado de espinas por todas las ofensas e injurias con que se le hiere. Al menos tú, procura consolarle”.
Escuchemos este llamado del Señor, convirtámonos en almas consoladoras y reparadoras del Inmaculado Corazón de María, nuestra Madre Dolorosa.