Medjugorje – Virgen de Medjugorje

La parábola del cine

“El Reino de los cielos se parece a la función de cine en la que uno participa porque le han regalado una entrada.  Cada uno recibe su entrada y se le concede ocupar una butaca.  Entonces comienza la proyección.  De inmediato se ve el avance, el tráiler, de una engañosa película que ya pronto se estrenará, y luego vienen unos avisos, advertencias y algo de publicidad.  Todos están muy impresionados y emocionados, con muchas ganas de ver más de esa película que se acaba de anunciar.  Se produce entonces un breve receso y luego comienza la película para la que todos tienen su entrada.  Dichoso aquel que disfruta de principio a fin toda la película.  Pero, al contrario, infeliz aquel que luego de haber visto los avances, resulta que ya no quiere ver la película por la que entró al cine.  Yo les aseguro que será echado afuera, allí donde hay llanto y rechinar de dientes”.

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Esta vida presente es solo el avance de la vida plena que Dios nos ha prometido en Su Palabra.  Pero afirmar esto no es lo mismo a decir que esta vida presente no tenga ningún valor, sino que comparada con la vida futura, con la Gloria eterna, esta vida es muy poca cosa.

La vida presente es solo ‘el avance’ de lo que será la vida eterna y plena con Dios.  La ‘película’ será la Vida eterna con Dios.  Los que se engolosinan solo con el avance de una próxima y engañosa película son los mundanos, que por su emoción ante lo que acaban de ver olvidan la incomparable película para la cual entraron al cine.

Es necesario no olvidar que aun cuando en esta vida presente logremos hacer realidad todos nuestros planes, aun cuando alcancemos todos nuestros sueños e ilusiones, aun cuando todo nos sonría y logremos la satisfacción total de todas nuestras necesidades y gocemos de todos los placeres, aun los más sanos y legítimos, todo eso es casi nada -o nada- con relación a lo que nos espera en la Gloria futura.  San Pablo lo dijo de modo más gráfico: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente de los hombres lo que Dios ha preparado para los que le aman” (Cf. 1Co 2,9).  Dios nos ha preparado una vida tan plena que no tenemos ni la menor idea de la felicidad, de la plenitud y del gozo que todo ello causará en nuestro corazón.

Todo lo bueno de esta vida presente solo llega a ser un muy pálido y lejano reflejo de la alegría, de la plenitud y del gozo que Dios tiene reservado para los que le fueron fieles en el mundo presente.  Por esta razón, resulta necio dejarse llevar por los bienes y alegrías del mundo presente olvidando o despreciando las alegrías eternas.

Lamentablemente, no pocos hombres y mujeres cometen la necedad de olvidar la alegría eterna para enfrascarse en una vida llena de alegrías fugaces y de gozos huecos.  Y por escoger las alegrías pasajeras desprecian y dejan atrás las alegrías eternas… ¿Será este un buen ‘negocio’?  Quienes así obran se hacen como los niños caprichosos que quieren alimentarse todo el tiempo sólo con algodón de azúcar.

Algunas personas argumentan que han decidido vivir sólo en base a las alegrías y goces presentes porque ‘nada les garantiza’ que exista aquella eternidad feliz con Dios.  Pero a estas personas les responde abundantemente la Sagrada Escritura, que tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento no cesa de afirmar el horizonte de eternidad en el que nos movemos.  El testimonio de la Sagrada Escritura ha forjado el heroísmo de la fe, por eso todos los mártires de la fe fueron muy serenos y firmes al martirio, porque la esperanza en la eternidad les sostuvo; todos los monjes y padres del desierto se sacrificaron, se mortificaron y ayunaron toda su vida sostenidos por la certeza de la eternidad; todos los santos de la historia de la fe se entregaron a una vida austera y generosa en la donación pues la esperanza y la certeza de la eternidad les guiaba y les impulsaba.  Las personas consagradas -los religiosos- nos entregamos sin reservas a Dios movidos por la certeza de lo eterno.  Nuestra esperanza no está en esta vida, nuestra esperanza está en el cielo, en el paraíso, en la vida eterna y feliz junto a Dios.

Por un sueño pasajero, por una idea peregrina, no se sacrifica toda la vida.  Por una ideología humana no se puede sostener tanto sacrificio y heroísmo.  La esperanza cristiana proviene de una certeza, de la certeza de sabernos amados infinitamente por Dios (Cf. Ga 2,20; 1Jn 4,19), de la certeza de que Él ha subido al cielo para prepararnos un lugar en la Casa del Padre (Cf. Jn 14,2-3).    Es la certeza de descubrir que toda la maravilla humana que somos cada uno de nosotros ha sido creada para una plenitud y una alegría que no tiene fin, que es incomparable y que no tiene rival.  Esta certeza no es convencimiento humano, no es el resultado de un simple raciocinio, es un don, un regalo que viene de Dios, un regalo que debemos también pedir cada día.  Esta certeza de la eternidad es una interior convicción, fruto de la sintonía con la verdad revelada por Jesucristo.  Es una certeza que trae paz, que trae sosiego, aun en medio de las dificultades de esta vida, aun en medio de todas las cruces y sufrimientos que como cristianos y católicos debemos llevar.

El hombre mundano no conoce la certeza de la esperanza cristiana.  Ha reducido su entendimiento a lo temporal y palpable, por ello sus esperanzas son enanas, de poco alcance, temporales.  El hombre mundano se ha auto convencido de que la felicidad no existe ni aquí en la tierra ni luego de esta vida, que solo ha nacido para pequeñas y sucesivas alegrías, para pequeñas felicidades de unos cuantos minutos cada día, por eso se ha acostumbrado a llenar su corazón sólo con lo pasajero.  Y como la palabra felicidad le es muy comprometedora, el hombre mundano ya no la usa tanto, prefiere ahora hablar de ‘experiencias’, “sensaciones” con las que pretende llenar el corazón cada día.  El mundano se abre cada día a ‘nuevas experiencias’ y así va llenado el corazón, hasta que al llegar la noche se entregará al sueño reseteando su corazón para dejarlo vacío nuevamente… Para así poder llenarlo mañana otra vez: ‘suerte’ o ‘energías’ mediante -claro está-. De tanto amor por lo pasajero y fugaz se hace incapaz de pensar o imaginar siquiera en lo eterno e infinito.  El hombre mundano ama tanto lo temporal que llega a tener miedo o total desinterés por lo eterno.

Pero los discípulos de Jesucristo sabemos que ya en esta vida presente podemos anclarnos en la eternidad si avivamos la fe en las promesas de Dios.  La esperanza hace posible la certeza de lo eterno.  La esperanza nos da serenidad, nos da sentido para luchar y ya en esta vida presente va llenando el corazón y lo aleja de lo efímero y pasajero.  La esperanza nos protege de la embriaguez de lo pasajero, de la droga y el adormecimiento de lo fugaz.  Una persona anclada en lo eterno no tiene miedo por el futuro y conserva la paz.  Una persona verdaderamente anclada en Jesucristo no puede deprimirse y dejarse vencer.

Porque los seres humanos hemos sido creados para el cielo, para la eternidad, para la Gloria futura, para la felicidad eterna junto a Dios.  Nuestra Patria definitiva es el cielo, el Paraíso.  Nosotros somos ciudadanos de la eternidad y vivimos en este mundo como peregrinos (“Íncola sum in terra”).  Somos extranjeros en este mundo.  Somos seres anclados en lo eterno, en lo que no pasa aunque cambien los tiempos.  Nuestra certeza en la eternidad con Dios nos empuja a luchar en esta vida.

Nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica: “El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha” (1024).

Jesucristo, Nuestro Señor, se refirió a la eternidad gozosa con Dios -el cielo- cuando se refirió al Reino de los cielos que es semejante a un banquete de bodas. Consideremos para nuestra meditación estos dos textos del Evangelio:

Evangelio según San Lucas, capítulo 14, versículos del 15 al 24:

“Habiendo oído esto, uno de los comensales le dijo: «¡Dichoso el que pueda comer en el Reino de Dios!»  Él le respondió: «Un hombre dio una gran cena y convidó a muchos; a la hora de la cena envió a su siervo a decir a los invitados: “Vengan, que ya está todo preparado”. Pero todos a una empezaron a excusarse.  El primero le dijo:  “He comprado un campo y tengo que ir a verlo; te ruego me dispenses”. Y otro dijo: “He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas; te ruego me dispenses”.  Otro dijo: “Me he casado, y por eso no puedo ir”.  «Regresó el siervo y se lo contó a su señor. Entonces, airado el dueño de la casa, dijo a su siervo: “Sal en seguida a las plazas y calles de la ciudad, y haz entrar aquí a los pobres y lisiados, y ciegos y cojos”. Dijo el siervo: “Señor, se ha hecho lo que mandaste, y todavía hay sitio”. Dijo el señor al siervo: “Sal a los caminos y cercas, y obliga a entrar hasta que se llene mi casa”. Porque les digo que ninguno de aquellos invitados probará mi cena»”.

 

Evangelio según San Mateo, capítulo 22, versículos del 1 al 14:

“Tomando Jesús de nuevo la palabra les habló en parábolas, diciendo: «El Reino de los Cielos es semejante a un rey que celebró el banquete de bodas de su hijo.  Envió sus siervos a llamar a los invitados a la boda, pero no quisieron venir. Envió todavía otros siervos, con este encargo: Digan a los invitados: “Miren, mi banquete está preparado, se han matado ya mis novillos y animales cebados, y todo está a punto; vengan a la boda”.  Pero ellos, sin hacer caso, se fueron el uno a su campo, el otro a su negocio; y los demás agarraron a los siervos, los escarnecieron y los mataron. Se airó el rey y, enviando sus tropas, dio muerte a aquellos homicidas y prendió fuego a su ciudad. Entonces dijo a sus siervos: “La boda está preparada, pero los invitados no eran dignos. Vayan, pues, a los cruces de los caminos y, a cuantos encuentren, invítenlos a la boda”. Los siervos salieron a los caminos, reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos, y la sala de bodas se llenó de comensales. Entró el rey a ver a los comensales, y al notar que había allí uno que no tenía traje de boda, le dice: “Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin traje de boda?”.  Él se quedó callado. Entonces el rey dijo a los sirvientes: “Átenle de pies y manos, y échenle a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes”.  Porque muchos son llamados, pero pocos son los escogidos»”.

 

En estas dos parábolas observamos algo a la vez extraño y dramático: los invitados teniendo la oportunidad de tomar parte de una fiesta organizada a lo grande, con la mejor comida y bebida (puesto que es un gran banquete ofrecido por un Rey en el texto de San Mateo, y por un hombre importante en la versión de San Lucas), sin embargo uno a uno se van excusando, tienen muchos pretextos aparentemente razonables para no ir.  Se pierden la fiesta por preferir cosas no tan urgentes.  Están al mismo nivel de los que sentados en el cine rechazan ver la película de fondo contentándose con ver solo el tráiler de una engañosa película.  Es que cuando se ama desordenadamente el presente, se llega a tener no solo desinterés sino hasta rechazo por lo eterno, por lo que realmente vale. En el texto de San Lucas los invitados están muy apegados a otras cosas o realidades que no tienen nada que ver con el banquete, en el texto de San Mateo los invitados llegan a torturar y matar a los encargados de invitar al banquete de bodas.

En la parábola de San Mateo vemos un detalle más: hay un hombre que ha entrado a la sala de fiesta pero sin vestir el traje adecuado para la celebración.  Esto nos debe hacer pensar en que para llegar a entrar y tomar parte del banquete del Reino de los cielos es necesario revestirnos de modo especial.  Los cristianos y católicos sabemos que esto es revestirse de Cristo, esforzarse por vivir como Él, abandonando el pecado y la mundanidad que no nos capacitan para participar del gozo eterno del cielo.

 

Algunas preguntas para la reflexión:

 

 

Algunos textos bíblicos para meditar:

 

Evangelio según San Mateo, capítulo 13, versículo 45:

“El Reino de los cielos se parece también a un mercader que busca buenas perlas y habiendo encontrado una perla preciosa va y vende todo lo que tiene y la compra”.

 

2da Carta de San Pablo a los Corintios, capítulo 4, versículo 17:

“Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más abundante y eterno peso de gloria”.

 

Carta de San Pablo a los Romanos, capítulo 8, versículo 18:

“Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse”.

 

1ra Carta de San Pablo a los Corintios, capítulo 13, versículo 12:

“Ahora vemos como por un espejo, oscuramente; pero entonces veremos cara a cara.  Ahora conozco en parte, pero entonces conoceré como fui conocido”.

 

1ra Carta de San Juan, capítulo 3, versículo 2:

“Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser, pero sabemos que cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es”.

 

2da Carta de San Pedro, capítulo 3, versículo 13:

“Pero nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los que mora la justicia”.

 

Libro del Apocalipsis, capítulo 21, versículo 1:

“Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más”.

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