Medjugorje – Virgen de Medjugorje

Influjo y esplendor del Rosario

San Pío de Pietrelcina afirma que “el Rosario es la oración que nos ha enseñado María, como el Padrenuestro nos lo enseñó Jesús”. Pero, en realidad, es mucho más que una oración: se trata de un sacramental. Los sacramentales son signos u objetos religiosos que la Iglesia Católica ha instituido para ayudarnos a conseguir una vida más piadosa y santa, y para aumentar nuestra devoción. Entre todos los sacramentales de la Iglesia es el Rosario el más necesario y eficaz.

La palabra Rosario significa “Corona de Rosas”. Cada vez que recitamos un “Ave María” es como si ofreciéramos a Nuestra Señora una hermosa rosa, y, así, cada Rosario completo forma una corona de rosas, admirable y espiritual. La rosa es la reina de las flores, así que el Rosario es la rosa de todas las devociones marianas y, por lo tanto, la más importante y preciosa. Gran parte de sus oraciones son de tiempos de Jesús; su estructura fundamental se forma en la Edad Media, y con el Renacimiento, se culmina y embellece. Es el Rosario una oración simple y sencilla, humilde como María. Una oración que podemos rezar con Ella, la Madre de Dios. Cuando lo rezamos, Nuestra Señora une su oración a la nuestra. Esto hace que nuestro Rosario sea muy eficaz y que por intercesión de María el Señor nos conceda –si es su voluntad- aquello que le pedimos.

Cada conjunto de Padrenuestro, Avemarías y Gloria constituye un cauce precioso por el que discurre el agua fresca de nuestra oración mental, de la meditación o contemplación de los misterios gozosos, luminosos, dolorosos y gloriosos de la vida de Cristo y de María. A pesar de eso, es verdad, que hay periodos de la vida espiritual en que rezar el Rosario nos puede resultar árido; porque rezarlo bien meditado no es fácil. Pero, si perseveramos, poco a poco el Rosario irá dando sus frutos en nuestra alma. Llegará un momento en que la contemplación de sus misterios fluirá fácil y espontánea. Además, como no se cansaba de repetir el Papa San Juan XXIII, no olvidemos nunca que el Rosario peor rezado no es el que rezamos sin fervor o con distracciones, sino el que no rezamos.

Al meditar el Rosario, a través de sus cuentas, de sus misterios, pasarán entonces todas las cosas pequeñas de nuestra vida cotidiana, con sus luces y gozos, con sus dolores y sombras, hasta que lleguemos, finalmente, a la gloria y la bienaventuranza eterna. A la plena posesión de lo que aquí en la tierra, gracias al Rosario, pregustamos. Finalmente, nos daremos cuenta que en el corazón del Rosario hay una fuente de agua viva capaz de apagar la sed de todos los que tienen deseo de Dios. Un manantial que hace que el Rosario no sea una oración “anticuada”, “rutinaria” y “monótona”, como pretenden algunos, sino algo mucho más interesante para todos: “moderno” (rabiosamente actual), “ameno” (por diverso y único) y “novísimo” (capaz de sorprendernos siempre).

De esta suerte, cada Rosario está llamado a ser hoy para nosotros –como lo ha sido siempre para la Iglesia desde que lo recibió del cielo en herencia– un dulce coloquio de los hijos con la Madre. Un diálogo filial de amor, lleno de confianza y de abandono, en el que le manifestamos nuestras esperanzas, le confiamos nuestras penas, le abrimos nuestro corazón, y le declaramos nuestra disponibilidad a aceptar –como Ella, con Ella– los planes de Dios, para que se cumpla –también en nosotros– “según su palabra”. Ciertamente, con María nos resulta más fácil decirle al Señor: “hágase tu voluntad.” Recitar el Rosario, meditar sus misterios, supone ponerse en la escuela de María y aprender de Ella, Madre y Discípula de Cristo, a vivir en profundidad y plenitud las exigencias de la fe cristiana.

De otra suerte, el rezo del Rosario lleva consigo numerosas indulgencias: “se confiere una indulgencia plenaria si el Rosario se reza en una iglesia o un oratorio público o en familia, en una comunidad religiosa o asociación pía; se otorga una indulgencia parcial en otras circunstancias” (Enchiridion de Indulgencias, p. 67). Las condiciones que se necesitan son: que se recen las cinco decenas del Rosario sin interrupción, que las oraciones sean recitadas y los misterios meditados, y, que, si el Rosario es público, los Misterios deben ser anunciados. Además, debe cumplirse con la Confesión Sacramental, la Comunión Eucarística, y las Oraciones por las intenciones del Papa (normalmente un Credo).

Un canto popular convoca a los devotos de la Santísima Virgen María a rezar el Rosario de la Aurora: “Viva María, viva el Rosario, viva Santo Domingo que lo ha fundado”. En efecto, la tradición asegura que el Rosario arranca fundamentalmente de una aparición mariana a Santo Domingo de Guzmán: en el año 1208, María, la Madre de Dios, enseñó personalmente al Santo, a través de una visión, cómo rezar el Rosario y le dijo que propagara esta devoción a todas las naciones y la utilizara como arma poderosa en contra de los enemigos de la fe: “si la gente considera la vida, muerte y gloria de mi Hijo, unidas a la recitación del Avemaría, los enemigos podrán ser destruidos. Es el medio más poderoso para destruir la herejía, los vicios, motivar a la virtud, implorar la misericordia divina y alcanzar protección. Los fieles obtendrán muchas ganancias y encontrarán en Mí a alguien siempre dispuesta y lista para ayudarles”.

Santo Domingo contó que veía a la Virgen (como Santa Bernardita en Lourdes) sosteniendo en su mano un Rosario y que le enseñó a recitarlo; dijo que lo predicara por todo el mundo, prometiéndole que muchos pecadores se convertirían y obtendrían abundantes gracias. Las promesas de la Virgen a los que recen su Santísimo Rosario, confiadas a Santo Domingo, son estas:

  1. Quien rece constantemente mi Rosario, recibirá cualquier gracia que me pida.
  2. Prometo mi especialísima protección y grandes beneficios a los que devotamente recen mi Rosario.
  3. El Rosario es el escudo contra el infierno, destruye el vicio, libra de los pecados y abate las herejías.
  4. El Rosario hace germinar las virtudes para que las almas consigan la misericordia divina. Sustituye en el corazón de los hombres el amor del mundo por el amor de Dios y los eleva a desear las cosas celestiales y eternas.
  5. El alma que se me encomiende a Mí en el Rosario no perecerá.
  6. El que con devoción rece mi Rosario, considerando sus sagrados misterios, no se verá oprimido por la desgracia, ni morirá de muerte desgraciada, se convertirá si es pecador, perseverará en gracia si es justo y, en todo caso será admitido a la vida eterna.
  7. Los verdaderos devotos de mi Rosario no morirán sin los Sacramentos.
  8. Todos los que rezan mi Rosario tendrán en vida y en muerte la luz y la plenitud de la gracia y serán partícipes de los méritos bienaventurados.
  9. Libraré bien pronto del Purgatorio a las almas devotas de mi Rosario.
  10. Los hijos de mi Rosario gozarán en el cielo de una gloria singular.
  11. Todo cuanto se pida por medio del Rosario se alcanzará prontamente.
  12. Socorreré en sus necesidades a los que propaguen mi Rosario.
  13. He solicitado a mi Hijo la gracia de que todos los cofrades y devotos tengan en vida y en muerte como hermanos a todos los bienaventurados de la corte celestial.
  14. Los que rezan el Rosario son todos hijos míos muy amados y hermanos de mi Unigénito Jesús.
  15. La devoción al Santo Rosario es una señal manifiesta de predestinación de gloria.

Muchos años después, uno de los hijos de Santo Domingo, el dominico Alano de Rupe (1428-1475) impulsó las Cofradías del Rosario, exigiendo que todos sus miembros rezasen el Rosario, incorporando de forma definitiva, la contemplación de los misterios al rezo de 150 Avemarías divididas ya en tres cincuentenas y éstas a su vez en cinco decenas iniciadas por un Padrenuestro y terminadas en un Gloria.

Si bien el Rosario puede recitarse entero cada día impregnando de oración las jornadas de muchos contemplativos, o sirviendo de compañía a enfermos y ancianos que tienen mucho tiempo disponible, es obvio que muchos no pueden recitar más que una parte, según un determinado orden semanal. Esta distribución semanal da a cada uno de los días un cierto “color” espiritual, análogamente a lo que hace la Liturgia con las diversas fases del año litúrgico: el lunes y el sábado están dedicados a los «misterios gozosos»; el jueves a los «misterios luminosos»; el martes y el viernes a los «dolorosos»; el miércoles y el domingo a los «gloriosos».

Y es que, durante siglos, fueron quince misterios, fraccionados en tres partes y distribuidos en cinco decenas: Gozo, Dolor y Gloria. Pero, en el inicio de este tercer milenio, San Juan Pablo II consideró oportuno la incorporación de cinco nuevos misterios, denominados de luz o «luminosos», en los que contemplamos acontecimientos importantes de la vida pública de Cristo desde el Bautismo a la Pasión. Y, así, desde entonces, el Rosario de la Bienaventurada Virgen María es el de los veinte misterios: el Rosario del tercio milenio. El de nuestra generación. El nuestro.

En cada una de sus Apariciones, la Virgen María nos ha invitado a rezarlo como un escudo poderoso contra el maligno, como un medio eficaz para traernos la verdadera paz. Para que la paz reine en nuestros corazones, en nuestras familias y en el mundo entero. Rezando el Rosario podemos, también, obtener el regalo de la conversión, del cambio de corazones. Y, así, cada día, podemos alejar de nosotros mismos y de nuestras casas, peligros y males.

En las seis Apariciones de Fátima, la Virgen María pidió el rezo diario del Rosario, y en la última se identificó como la Señora del Rosario: “Rezad el Rosario cada día para obtener la paz en el mundo y el fin de la guerra” (13.05.1917). “Yo soy la Señora del Rosario. Continuad siempre rezando el Rosario cada día” (13.10.1917). Desde entonces, el Rosario es el principio común que relaciona todas Sus numerosas Apariciones en este último siglo, y el llamado fundamental de nuestra mamá celestial: “La única arma que queda es el Rosario, y el signo dejado por mi Hijo. Cada día rezad el Rosario por el Papa, los Obispos y los sacerdotes” (Akita, 13.10.1973).

En Medjugorje nos invita a rezarlo completo cada día (cfr. 14.08.1984), sobre todo, en familia (cfr. 27.09.1984). “¡Queridos hijos! Os exhorto a invitar a todos a rezar el Rosario. Con el Rosario, venceréis todos los obstáculos que Satanás quiere poner en estos tiempos a la Iglesia Católica” (25.06.1985). “El Rosario por sí solo puede hacer milagros en el mundo y en vuestras vidas” (25.01.1991). “El Rosario es para mí, hijitos, algo especialmente querido. Mediante el Rosario abrid vuestro corazón y así os puedo ayudar” (25.08.1997).

El Rosario nos conduce a una gran intimidad con María, que es el camino más corto para ir a Jesús, y por Jesús al Padre en el Espíritu Santo. Dios mismo, Uno y Trino, ama mucho el Rosario. Lo ama porque es un camino muy hermoso que a través de la belleza de María nos lleva a enamorarnos de Dios, a hablar con Él y a contemplar la profundidad de su misterio. Es una oración preciosa que nos lleva a Dios a través de la belleza de María, y, al mismo tiempo, una gran arma espiritual para obtener la paz y la salvación del mundo.

Por eso, la Santísima Virgen ama tanto el Rosario, que es –sin duda- la oración mariana más hermosa que existe. Por eso, Nuestra Señora desea que lo recemos a diario y no se cansa de repetirnos que lo recemos, porque sabe que nos acerca a Dios. Su estado glorioso, lejos de crear distancia entre nosotros y Ella, suscita una cercanía continua y solícita. María conoce todo lo que ocurre en nuestra existencia y nos sostiene con amor materno en las pruebas de la vida. Asunta a la gloria celeste, coronada como Señora de la entera creación, se entrega totalmente a la obra de salvación para comunicar a todo viviente la felicidad que le ha sido concedida. Es una Reina que da todo lo que posee, compartiendo sobre todo la vida y el amor de Cristo. La vida y el amor de Dios.

Con la cadena del Rosario en las manos, la salutación angélica en los labios, los misterios santos en la mente y el amor de María en el corazón, seremos reconocidos como los apóstoles de paz y amor que María está reuniendo de todos los continentes para librar la última batalla en la que, finalmente, Su Corazón Inmaculado triunfará.

Francisco José Cortes Blasco

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