No sé qué tiene el Adviento. O tal vez sí lo sé, pero cuesta ponerlo en palabras sin que suene a discurso aprendido. Lo cierto es que, cada año, cuando llegan estos días previos a la Navidad, algo en el ambiente —y en mí— cambia. Hay un aire nuevo que se cuela entre las rutinas, como si el mundo respirara distinto. Y yo también.
Este tiempo, tan discreto y tan breve, tiene una fuerza particular. Es una invitación suave, nada estruendosa, que me recuerda que todavía es posible esperar, que no todo está dicho, que quedan caminos por abrirse. El Adviento no impone: acompaña. No exige: propone. Es como una luz pequeña que se enciende sin hacer ruido, pero que de pronto te ilumina el alma.
Quizá por eso me gusta entrar en modo Adviento. Porque en medio de tanta estridencia, de tanto ruido, de discusiones vacías y debates que se agotan en sí mismos, este tiempo ofrece un respiro. Invita a detenerse, aunque sea un poco. A mirar hacia adentro, pero también a mirar alrededor con más ternura y menos sospecha. A defenderse de la toxicidad que invade las conversaciones públicas y privadas. A no caer en esa dinámica de empujones verbales, donde todos hablan, pero casi nadie escucha.
El Adviento me anima. Cada luz encendida en una corona me recuerda que lo pequeño también transforma. Que la esperanza empieza así: con gestos mínimos que, sumados, cambian el tono del día. Con esperar sin ansiedad. Con creer que algo mejor está llegando, aunque aún no se vea del todo.
A veces pensamos que esperar es quedarse quieto. Pero no. Esperar es un acto activo. Es cuidar lo que viene. Preparar el corazón, la casa, la mirada. Es elegir qué voces dejamos entrar y cuáles es mejor dejar a la puerta. Es volver a lo esencial y soltar lo que nos roba energía: la envidia, el juicio constante, la prisa por opinar, la necesidad de tener razón en todo.
Por eso, quiero invitarte también a entrar en modo Adviento. A darte un respiro. A permitirte un poco de silencio de calidad. A mirar la luz que se enciende —la que sea: una vela, una luciérnaga, una palabra amable— y dejar que te toque por dentro. A redescubrir que todavía hay belleza en lo simple, y que la esperanza no es un lujo: es una necesidad humana.
Los días de Adviento pasan rápido. Pero si uno se detiene, aunque sea un instante, dejan huella. Y quizás eso es lo que este tiempo tiene de especial: que sin decir mucho, renueva. Y nos recuerda que, aun en tiempos difíciles, algo bueno está en camino.
Glenm Gómez Álvarez
Sacerdote y periodista
