Debéis tener el corazón puro y humilde
Mensaje, 2 de enero de 2014
“Queridos hijos, para poder ser mis apóstoles y ayudar a todos aquellos que están en la oscuridad, a que conozcan la luz del amor de Mi Hijo, debéis tener el corazón puro y humilde. No podéis ayudar a que Mi Hijo nazca y reine en los corazones de aquellos que no lo conocen, si Él no reina —si no es Rey— en vuestro corazón. Yo estoy con vosotros. Camino con vosotros como madre. Llamo a vuestros corazones, que no se pueden abrir porque no sois humildes. Yo oro, pero también orad vosotros, amados hijos míos, para que podáis abrir a Mi Hijo un corazón puro y humilde, y recibir los dones que os ha prometido. Entonces seréis guiados por el amor y por la fuerza de Mi Hijo. Entonces seréis mis apóstoles, que difunden los frutos del amor de Dios por todas partes. Desde vosotros y por medio de vosotros, obrará Mi Hijo, porque seréis uno con Él. Esto es lo que anhela Mi Corazón materno: la unión de todos mis hijos en Mi Hijo. Con gran amor bendigo y oro por los elegidos de Mi Hijo, por vuestros pastores. ¡Os doy las gracias! ”
El clamor de nuestra Madre celestial esta fundado en la profunda unión de su Corazón Materno con el Corazón Misericordioso del Divino Redentor, y con Él y en Ël, con la humanidad por la que el Señor manifiesta su amos y anhelo de salvarnos y darnos vida en abundancia.
No hay lugar más apropiado para reconocer y ponderar, con los auxilios del Espíritu Santo, el abismo infinito de amor y de compasión de Dios por nuestras almas, como el Corazón de María Santísima. Su clamor de Madre insiste en ayudarnos a reconocer el amor del Señor Resucitado que nos ofrece, como don, su amor que perdona, reconcilia y suscita de nuevo la esperanza. Es un amor que convierte los corazones y nos consolida en la verdeara paz, ya que nos reconcilia con la Paternidad Divina, de cuyo amor da testimonio el Hijo Encarnado, con sus llagas sagradas en sus manos, en sus pies y en su costado, como un manantial inagotable de fe, de esperanza y de amor, al que cada uno de nosotros puede acudir, especialmente las almas más sedientas de la misericordia divina.
Ella nos dice: “…Llamo a vuestros corazones, que no se pueden abrir porque no sois humildes. Yo oro, pero también orad vosotros, amados hijos míos, para que podáis abrir a Mi Hijo un corazón puro y humilde, y recibir los dones que os ha prometido…” (Mensaje del 2 de Enero del 2014)
De otra manera es probable que nuestro corazón no sea permeable para la abundancia de amor misericordioso de Dios, y la paz y la alegría de la Pascua, pase desapercibida por nuestra suficiencia y arrogancia.
Dice el Papa Francisco (7 de abril del 2013): “Qué hermosa es esta realidad de fe para nuestra vida: la misericordia de Dios. Un amor tan grande, tan profundo el que Dios nos tiene, un amor que no decae, que siempre aferra nuestra mano y nos sostiene, nos levanta, nos guía.”
Esta es misericordia de Dios, que tiene el rostro concreto de Cristo, no desiste ante nuestra tibieza: “Tomás no se fía de lo que dicen los otros Apóstoles: «Hemos visto el Señor»; no le basta la promesa de Jesús, que había anunciado: al tercer día resucitaré. Quiere ver, quiere meter su mano en la señal de los clavos y del costado. ¿Cuál es la reacción de Jesús? La paciencia: Jesús no abandona al terco Tomás en su incredulidad; le da una semana de tiempo, no le cierra la puerta, espera. Y Tomás reconoce su propia pobreza, la poca fe: «Señor mío y Dios mío»: con esta invocación simple, pero llena de fe, responde a la paciencia de Jesús. Se deja envolver por la misericordia divina, la ve ante sí, en las heridas de las manos y de los pies, en el costado abierto, y recobra la confianza: es un hombre nuevo, ya no es incrédulo sino creyente”, explica el Santo Padre.
Insiste el Romano Pontífice que solo la omnipotencia de la Misericordia vence la intriga de las tinieblas, para aproximarse con humildad paternal, a la iniquidad de nuestro corazón (19 de Abril del 2020): “Había transcurrido una semana, una semana que los discípulos, aun habiendo visto al Resucitado, vivieron con temor, con «las puertas cerradas» (Jn 20,26), y ni siquiera lograron convencer de la resurrección a Tomás, el único ausente. ¿Qué hizo Jesús ante esa incredulidad temerosa? Regresó, se puso en el mismo lugar, «en medio» de los discípulos, y repitió el mismo saludo: «Paz a vosotros» (Jn 20,19.26). Volvió a empezar desde el principio. La resurrección del discípulo comenzó en ese momento, en esa misericordia fiel y paciente, en ese descubrimiento de que Dios no se cansa de tendernos la mano para levantarnos de nuestras caídas. Él quiere que lo veamos así, no como un patrón con quien tenemos que ajustar cuentas, sino como nuestro Papá, que nos levanta siempre. En la vida avanzamos a tientas, como un niño que empieza a caminar, pero se cae; da pocos pasos y vuelve a caerse; cae y se cae una y otra vez, y el papá lo levanta de nuevo. La mano que siempre nos levanta es la misericordia. Dios sabe que sin misericordia nos quedamos tirados en el suelo, que para caminar necesitamos que vuelvan a ponernos en pie…”
Dijo Jesús a Santa Faustina: «Una vez, oí estas palabras: Hija Mía, habla al mundo entero de la inconcebible misericordia Mía. Deseo que la Fiesta de la Misericordia sea refugio y amparo para todas las almas y, especialmente, para los pobres pecadores. Ese día están abiertas las entrañas de Mi misericordia. Derramo todo un mar de gracias sobre las almas que se acercan al manantial de Mí misericordia. El alma que se confiese y reciba la Santa Comunión obtendrá el perdón total de las culpas y de las penas. En ese día están abiertas todas las compuertas divinas a través de las cuales fluyen las gracias. Que ningún alma tema acercarse a Mí, aunque sus pecados sean como escarlata. Mi misericordia es tan grande que en toda la eternidad no la penetrará ningún intelecto humano ni angélico. Todo lo que existe ha salido de las entrañas de Mi misericordia. Cada alma respecto a mí, por toda la eternidad meditará Mi amor y Mi misericordia. La Fiesta de la Misericordia ha salido de Mis entrañas, deseo que se celebre solamente el primer domingo después de la Pascua. La humanidad no conocerá paz hasta que se dirija a la Fuente de Mi misericordia.» (Diario 699)
“Cristo se te echa al cuello, porque te quiere quitar el peso de la esclavitud del cuello e imponerte un dulce yugo” expresaba San Ambrosio (Comentario Evangelio de Lucas 7, 229-230). Y San Bernardo llegó a afirmar: «Y, aunque tengo conciencia de mis muchos pecados, si creció el pecado, más desbordante fue la gracia (Rm 5,20)»
La misericordia de Dios es inmensurable. El descubrir Su misericordia nos sanará realmente porque todos hemos experimentado tantas veces la falta de misericordia y tantas heridas. (Fray Slavko Barbaric, 27 de Agosto de 1999)
Acojamos las palabras del Santo Padre que nos advierte sobre: “…el riesgo es que nos golpee un virus todavía peor, el del egoísmo indiferente, que se transmite al pensar que la vida mejora si me va mejor a mí, que todo irá bien si me va bien a mí.”(19 de Abril del 2020)
Solo el conocer el amor de Dios, nos apartará de la pandemia del egoísmo, la desesperación y la falta de la verdadera paz.
¡Qué gran noticia es esta! Dios pone a nuestro alcance los caminos para mostrarnos sus llagas y la herida de su Corazón, permitiendo que la Reina de la Paz permanezca con nosotros, para educar nuestros corazones en la humildad, la confianza y la compasión, y para que con un corazón puro, nos transformemos en verdaderos apóstoles y ayudemos a todos aquellos que están en la oscuridad, a que conozcan la luz del amor de Jesús, Divina Misericordia.