“…La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío.Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo…” (San Juan 20, 21-22)
La vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo.
Los dones son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del mismo Espíritu Santo, para hacer y vivir el la Voluntad Divina.
Esa respuesta del alma es la que concede el Espíritu Santo, ya que antes solo nos podíamos mover tras la verdad y el bien, movidos por el esfuerzo de la voluntad tras una profunda convicción, pero no exentos del veneno del pecado, que reduce el ejercicio de los buenos hábitos a las posibilidades de los entusiasmos pasajeros o al obrar por un interés o una necesidad, pero que tarde o temprano claudicará, como le ocurrió a Simón Pedro, que movido por el ímpetu de la admiración y el aprecio humano, aseguró su lealtad a Jesús, sin embargo, en medio de tribunales y acusaciones, sucumbió a sus divagaciones y terminó negando a su Señor.
Luego de la Resurrección, el Señor le advirtió a Pedro, cuando lo confirmó en su Pontificado, que sería derrotado por el poder amoroso del Divino Paráclito, que lo ataría y llevaría donde Simón antes no quería ir: el martirio en Cruz, según San Juan 21, 15-19.
Pero este nuevo régimen de vida inaugurado en los corazones «por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5), transformándose en el nuevo órgano vital de nuestra existencia, no tiene como fin exclusivo solamente el orden moral, lo que es necesario para un virtuoso comportamiento, en nuestra vida temporal y terrenal. Ese uno de los frutos de la nueva vida en Cristo, pero es consecuencia de algo mucho más grande, para lo cual se nos dió la efusión del Espíritu Santo. Centrarnos solo es una perfección moral, significa quitarle sentido a toda la plenitud de la vida cristiana, cuyo resplandor se manifiesta en la imperante llamada a configurarnos con Cristo, siendo esa la cumbre por la que el mismo Señor nos quiere guiar, con su Ascensión al cielo.
Jesús, el Hijo de María, se constituye en nuestro hermano, para otorgarnos un lugar preparado en la casa de su Padre, que más que un lugar, es una realidad de “Relación”, de condición de hijos por adopción, llamados a vivir de modo concreto en Cristo, con las potencias del Espíritu Divino, el vínculo que recibimos como don: una relación con el Padre, relación de hijos de Dios.
Es que el universo de la creación, sobre el que soplaba el Espíritu dador de vida, es superado infinitamente por el universo de la gracia, que concede el resplandor divino increado, para hacernos capaces de algo que es inalcanzable para nosotros: vida eterna, vida divina, vida de hijos de Dios, templos del Espíritu, miembros del cuerpo místico del Cristo Redentor.
Esa es la razón por al que la Reina de la Paz nos dijo:
“¡Queridos hijos! Los invito a la oración, porque sólo en la oración podrán comprender mi venida aquí. El Espíritu Santo los iluminará en la oración, a fin de que comprendan que deben convertirse. Hijitos, deseo hacer de ustedes un ramillete muy hermoso preparado para la eternidad, pero ustedes no aceptan el camino de la conversión, el camino de la salvación que les ofrezco a través de estas apariciones. Hijitos, oren conviertan sus corazones y acérquense a Mí. Que el bien supere el mal. Yo los amo y los bendigo. Gracias por haber respondido a mi llamado! ” (Mensaje, 25 de julio de 1995)
Un mismo Espíritu une a la Trinidad y a la Iglesia; un mismo Espíritu une al Padre y al Hijo en la unidad de una misma beatitud divina; un mismo Espíritu que anunció a los Patriarcas las divinas promesas, que inspiró a los profetas y santificó a todos los justos del Antiguo Testamento. El mismo Espíritu que acompañaba y se manifestaba en la vida y ministerio del Verbo encarnado, y de la vida de su Madre, la Corredentora del mundo. Este Espíritu que ayudó a los Apóstoles y a los discípulos de Jesús, y asiste a sus sucesores, los Obispos y a los fieles de todos los tiempos, para llevar a cabo, en medio del valle de lágrimas por los que camina la Iglesia peregrina, la obra salvadora de Cristo y su Reino de Santidad, de Justicia y Caridad.
Es el Espíritu Santo que inspira, asiste y acompaña a los fieles, en cada uno de sus actos con un auxilio ordinario y constante; y, siempre que la salud o la alta perfección lo requiera, interviene en Persona, de una manera especialísima para iluminarlas, guiarlas y encaminarlas hacia el designio de Dios. El Espíritu Santo actúa así ininterrumpidamente en cada miembro del cuerpo místico de Cristo, con miras a su santificación individual y a la edificación del Cristo total, para que cada una de ellas pueda sentarse a la mesa eterna del cielo y contemplando a Dios, pueda alabarle llamándole “Padre”, con la voz del Hijo y el impulso del Espíritu. Pero ese lenguaje sobrenatural , un alma humana solo lo aprende, en el tiempo, con María y en Maria, así como Jesús aprendió de su Madre a cantar los salmos y las alabanzas que se rezan al Dios de Israel.
Recordemos por eso la importancia de esta parte del Mensaje de la Gospa:
“¡Queridos hijos! Los invito a la oración, porque sólo en la oración podrán comprender mi venida aquí…” (Mensaje del 25 de julio de 1995)
Solamente en una intensa vida interior, en un generoso abandono a la conducción del Espíritu Santo, podemos reconocer el lugar fundamental que tiene María para la vida Eclesial y para la misma vivencia de la Iglesia doméstica que es la familia.
La importancia del misterio de la maternidad espiritual de María, que desde la espera del Espíritu en Pentecostés (cf. Hch 1,14) no ha dejado jamás de cuidar maternalmente de la Iglesia, peregrina en el tiempo, y por lo que se ha establecido que, el lunes después de Pentecostés, se celebre la memoria de María Madre de la Iglesia, con carácter obligatoria para toda la Iglesia de Rito Romano.
Y así como no podemos discutir el nexo entre la vitalidad de la Iglesia de Pentecostés y la solicitud materna de María hacia ella, que sostiene a los apóstoles en oración en la espera y docilidad al Espíritu de Dios, tampoco podemos prescindir de reconocer y vivir con cercanía de hijos, la maternidad espiritual de Maria respecto década uno de nosotros, para que nuestra vida cristiana, nuestra vida interior y nuestra propia vocación particular no caiga en horizontes estériles, ni en miradas carentes de la mirada sobrenatural, para entender lo que es la Iglesia, la vida cristiana y la vida personal, según el plan de Dios.
María, que por el impulso del Espíritu Santo, y mandato Divino fue concebida sin pecado; Ella, en quién fue concebido Jesús, el Verbo Encarnado por obra y gracia del Espíritu Santo; Ella, que con silencio y recogimiento, abrazó maternalmente a los Apóstoles para recibir el Divino Paráclito, abraza nuestros corazones, para que con humildad y recogimiento, reconozcamos los frutos de tantas dolorosas pruebas, que harán resplandecer al final, en la Iglesia y en cada familia mariana, las glorias del Reinado de los Sagrados Corazones.
María Reina de la Paz, alcanzamos ser dóciles al Espíritu de Jesús.
Feliz Pentecostés