Medjugorje – Virgen de Medjugorje

MLADIFEST – Día 4. Homilía de Mons. Hoser

+ Henryk Hoser sac

 

Festival de Jóvenes

Medjugorje, 4 de agosto de 2020

Homilía

 

Queridos hermanos y hermanas,

Estimados participantes del Festival de Jóvenes,

Queridos peregrinos,

 

Esta es la 31ª edición del Festival de Jóvenes en Medjugorje, este año bajo el lema: “Venid y veréis”. ¿Quién pronunció esas palabras primero? ¡Fue Jesucristo mismo! Y sucedió inmediatamente después del bautismo de Cristo en el río Jordán, donde  San Juan el Bautista bautizaba, acompañado por dos discípulos. Seguramente todavía eran jóvenes y buscaban un camino de vida: ¿En quién confiar? ¿A quién seguir?

Cuando Juan el Bautista señaló a Jesús llamándole el Cordero de Dios, esos dos discípulos se dieron cuenta de que se trataba de alguien muy importante. Después de todo, hasta el día de hoy pronunciamos esas palabras en cada Santa Misa, antes de recibir la Sagrada Comunión: “¡Este es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo”!

Le siguieron por curiosidad. Cuando Jesús les vio, les preguntó: “¿Qué buscáis?” Y ellos dijeron: “Maestro, ¿dónde vives?” Jesús respondió con la invitación: “Venid y veréis”. Y así llegamos hasta el lema del Festival de este año.

Si alguien nos parece interesante, o incluso nos intriga, queremos saber no solo cuál es su nombre, sino también cuál es su origen, de dónde viene y dónde vive, cuál es su dirección. Y cuando nos invite a su casa, aceptaremos encantados esa invitación. Porque la casa donde habita nos permite conocer mejor a su anfitrión y dice mucho sobre él. ¡Hasta las celebridades están orgullosas de sus casas y con mucho gusto las muestran en internet!

Para conocer mejor a alguien, hay que encontrarse con él. No es suficiente contactarle por teléfono, por correo electrónico o por las redes sociales. El lugar de reunión también es importante. Un lugar así es Medjugorje. Un peregrino me dijo: “¡Aquí en Medjugorje se siente la presencia”! ¿De quién? La presencia de Dios, la presencia de Jesús y la presencia de María, nuestra Madre.

En el mundo en el que vivimos, cada vez es más difícil encontrarnos de forma real, y cada vez más fácil comunicarse en el mundo virtual. Cada vez es más difícil conocer a alguien en quien podamos confiar, a quien podamos abrirnos y, más aún, decir todo lo que nos duele. Es por eso que la soledad se ha convertido en una enfermedad de esta civilización.

Cuando Dios creó al hombre, pronunció las palabras que son permanentemente actuales: “No es bueno que el hombre esté solo” (Gen 2,18). El hombre es por naturaleza un ser social. Es por eso que la soledad atormenta al hombre con diferente intensidad, en todos los tiempos y  etapas.

Un gran momento y lugar de encuentro es la Santa Misa. Es el momento más importante del día en Medjugorje. Durante la Santa Misa estamos invitados a dos mesas que están preparadas por nosotros. A la mesa de la Palabra de Dios y a la mesa de la Eucaristía. Podemos comer en estas mesas todos los días. Después de todo, el hombre no vive solo del alimento para el cuerpo, sino que necesita ¡y tanto! el alimento para el alma, para la mente y para el corazón.

Entonces, ¿qué nos ofrece hoy la mesa de la Palabra de Dios? Este es un pasaje del libro del profeta Jeremías, del Antiguo Testamento. Ese gran profeta, que decía la verdad por la que fue perseguido, experimentó una penetrante soledad. Dios le dice: “Tu fractura es incurable, tu herida está infectada. Tú llaga no tiene remedio, no hay medicina que la cierre. ¡Tus amantes te han olvidado, ya no preguntan por ti! “(Jr 30, 12-14.17). Pero Dios le consuela diciendo: “Voy a cerrarte la herida, voy a curarte las llagas”.

Queridos amigos, las causas de la soledad son muy diferentes y no siempre dependen de nosotros. Sufren las personas sin atención, las personas sin familias, a menudo enfermas, porque la enfermedad aísla. Sufren los huérfanos, sufren los niños cuyos padres están divorciados. Pero también hay soledades de las que somos culpables nosotros. El cerrarse a los demás, el egoísmo, el pensar solo en uno mismo, la avaricia y muchas otras faltas crean la soledad.

Muchos jóvenes sufren de soledad. ¿Por qué? Porque no saben cómo vivir, porque no tienen a nadie en quien confiar, porque están heridos y encerrados en sí mismos, porque también fueron abusados o engañados, porque sufren toda clase de injusticias. Se sienten decepcionados, caen en la tristeza y la depresión. Carecen de guías confiables, porque tampoco los buscan.

Sin embargo, el creyente no debería sentirse solo. Si pronuncia las palabras de la oración del Señor, el “Padre Nuestro”, teniendo a un Padre así, puede y debe dirigirse a Él en cada situación, abrirle el corazón a Él y revelarle los pensamientos más escondidos. Puede hablar con nuestra Madre y la Madre de Cristo, con nuestra Consoladora, la Reina de la Paz.

Y esos “diálogos” con Dios no son más que la oración. El gran poeta polaco Adam Mickiewicz escribió: “¡Señor! ¿Qué soy yo ante tu rostro? – Polvo y nada; pero cuando te haya confesado mi nada, yo – polvo, hablaré con el Señor” (Día de los difuntos, IV parte). ¡La oración es precisamente hablar con Dios! Él nos dará fuerza, nos dará optimismo y esperanza, nos mostrará el verdadero sentido de la vida y nos mandará ir a los demás pues, no vivimos para nosotros: ¡vivimos para los demás! Esto nos lo enseñan los salmos, las oraciones más hermosas, que Jesucristo mismo repetía, que la Iglesia entera reza todos los días.

El segundo plato de la mesa de la Palabra de Dios que se nos ofrece hoy es la verdad sobre el corazón humano. No en el sentido anatómico, el corazón es el centro de la persona humana: es allí donde se encuentran los pensamientos, las intenciones, los sentimientos y la conciencia humana. La pureza del corazón determina el valor de una persona. Cuidamos excesivamente de la limpieza del cuerpo, utilizando muchos productos cosméticos y de higiene, y los centros comerciales están llenos de ellos.

Habría que ocuparse más todavía de la pureza del corazón, que es aún más importante. Y Cristo nos está dando hoy una lección de pureza del corazón. Lo que viene del exterior no hace impuro al corazón: no solo ciertos alimentos que se consideran impuros, sino también la influencia externa y malvada de nuestros sentidos, a la que el corazón puro es resistente. Jesús les dice a los suyos: “No le hace impuro al hombre lo que entra por su boca, sino lo que sale de la boca, eso le hace impuro al hombre”.

Los discípulos no comprendieron bien de qué se trataba, y Jesús se lo explica, como  conocedor de la naturaleza humana: “¿No comprendéis que todo lo que entra por la boca pasa al vientre y se expulsa en la letrina?, pero lo que sale de la boca brota del corazón, y eso es lo que hace impuro al hombre”.

Y sigue explicando: “Porque del corazón salen pensamientos perversos, homicidios,  adulterios, fornicaciones, robos, difamaciones, blasfemias. Esas cosas son las que hacen impuro al hombre. Pero el comer sin lavarse las manos no hace impuro al hombre” (Mt 15,19-20).

Nos condenamos a la soledad cuando dejamos de rezar. En la Sagrada Escritura  encontraremos muchas oraciones que pueden servirnos de ejemplo. Hay una oración de la joven reina Esther, que ha de hacer un acto heroico, para salvar a otros. Sin embargo, debido a ello corre el peligro de muerte. Por lo tanto, se dirige a Dios con estas palabras: ¡Señor mío, rey nuestro, tú eres el único! Defiéndeme que estoy sola y no tengo más defensor que tú porque yo misma me he puesto en peligro. Tú conoces todo. Tú conoces mi pena. ¡Oh Dios, que todo lo dominas!, atiende a la voz de los que pierden la esperanza y líbranos de la mano de los malvados, y líbrame de mi temor” (Ester 4,17)

Pero lo más importante es nuestra oración personal: de corazón a corazón. Si ese corazón no es puro, la suciedad de la que habla Jesús debe ser retirada de él. Nos preocupamos mucho, incluso en exceso, por la limpieza del cuerpo: baños, duchas, jabones y champús, cremas y lociones, pero éstos no purifican el corazón.

Hay solo una manera de purificarlo: es el sacramento de la sanación, que también se llama el sacramento de la reconciliación y de la paz. Es el sacramento del perdón de los pecados y del fortalecimiento en el camino de la vida. Este sacramento es también la Eucaristía, de la segunda mesa de la Santa Misa: el verdadero alimento para el alma y para el fortalecimiento del corazón de cada uno. Acerquémonos a ellos a menudo y no tengamos miedo. “¡Debéis ser fuertes!”, gritaba San Juan Pablo II.

Deseo que descubráis estos tesoros durante vuestra estancia en Medjugorje. Os saludo cordialmente: ¡corazones en alto! Amén

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