José Granados, Superior General de los Discípulos de los Corazones de Jesús y María
Estos días de Cuaresma releemos la salida de Israel de Egipto, cuando Dios le libró del azote de las plagas. La escena cobra vida nueva ante la epidemia que vivimos. Y nos recuerda que Dios no es ajeno a nada de cuanto nos pasa. “En tu mano están
mis azares” (Sal 35,15). Quien vive todo desde la fe en el Creador, también desde la fe en el Creador vive el coronavirus.
¿Por qué el coronavirus, cuáles son sus causas y efectos? De ello puede hablarnos el biólogo o el médico, también el psicólogo o el economista. Pero solo la fe da el horizonte último que unifica las miradas parciales. El creyente no tiene todas las respuestas, pero conoce a quien sí las tiene. Lo conoce y sabe invocarle, para que le ayude a vivir esta hora con sentido. Creer en Dios significa que nuestro “¿por qué?” puede transformarse en “¿para qué?”.
“En el programa del reino de Dios”, decía san Juan Pablo II, “el sufrimiento está presente en el mundo para provocar amor, para hacer nacer obras de amor al prójimo” (Salvifici Doloris 30). También el sufrimiento del virus está presente para que se reavive en nosotros el amor. Hacia este amor conduce la providencia todas las cosas. Por eso quien cree en la providencia no responde con la dejadez o la irresponsabilidad, sino con la inteligencia del amor.
Despertamos al amor, primero, porque descubrimos lo valiosas que son nuestras relaciones, basadas en el cuerpo. Y es que este virus es una amenaza para nuestra vida común. Por su culpa tenemos miedo a estar juntos, a obrar juntos, nos aislamos… Así el virus nos hiere en el corazón de lo humano, que es la llamada a la comunión. Pero por contraste aprendemos a la vez el gran bien que está amenazado. Pues experimentamos que no tenemos vida si no es vida juntos. Que no podemos florecer como individuos solitarios, sino solo como miembros de una familia, escuela, barrio… El virus desenmascara la mentira del individualismo y atestigua la belleza del bien común.
Y así despertamos al amor, en segundo lugar, porque sufrimos como propio el sufrimiento y la angustia de los otros. El dolor nos une. En cierto modo nos hemos contagiado todos del virus, porque se ha contagiado nuestra comunidad, ciudad,
nación. Vienen tiempos duros para muchas familias, para los ancianos, para los más frágiles. Y el dolor acrecentará entre nosotros las obras de amor al prójimo. La dificultad del contacto físico requerirá un amor inteligente, que invente nuevas
formas de presencia. Los medios tecnológicos nos ayudarán a expresar esa cercanía y apoyo afectivo que, lejos de contagiar el virus, nos vacunan contra él.
Despertar al amor será también, en tercer lugar, despertar a nuevos modos de obrar juntos. Pues el dolor del virus, además del que causa la enfermedad, será el dolor de la zozobra, de no saber a qué atenerse ni cómo sacar adelante las mil cosas de la
vida cotidiana, será la fatiga de rehacer planes y de soportar la espera. Y el amor inteligente y creativo será el de los maestros que no interrumpen su labor educativa ni su apoyo a los alumnos, el de los padres que inventan quehaceres y juegos para sus hijos, el de los pastores que siguen llevando alimento a sus fieles, el de las familias que inspiran y comparten su creatividad con otras familias.
En fin, esta creatividad del amor nos hará descubrir que el amor tiene una fuente inagotable. Y así el dolor nos despertará al amor, en cuarto lugar, si volvemos la mirada a Dios, manantial y cauce de todo amor. El aislamiento forzado del virus puede ayudar a ahondar en la gran pregunta sobre el “para qué” de todo. El virus, al amenazar el aliento de vida que respiramos y la presencia de quienes amamos, nos invita a preguntarnos por el secreto último de este aliento de vida y de este amor. ¿Cuál es su origen y destino? Y la pregunta nos llevará a descubrir el rostro de ese Dios que ha querido responder al sufrimiento, no con una teoría, sino con una presencia: sufriendo con nosotros. Pues Él se ha hecho carne, contagiándose de nuestro dolor para sanarlo. Y, en los sacramentos de su cuerpo y sangre, nos ha regalado la salud.
Precisamente en este tiempo puede hacerse difícil el acceso a los sacramentos, sobre todo a la Eucaristía. Recordemos, por ello, que la gracia de Dios sigue actuando, aun cuando no podamos acudir a comulgar. Pues en cada misa que diga un sacerdote, aunque esté solo, estaremos todos presentes, y su gracia nos tocará. Y la fe en la providencia suscitará un amor inteligente para que la Eucaristía siga prolongándose en nuestras vidas. Podremos reforzar la oración en común, la lectura en voz alta de la palabra de Dios, el rezo familiar de laudes o vísperas el domingo, la invocación de María en el rosario…
Es posible que, como ya está sucediendo en Italia, muchos deban vivir esta Cuaresma desde el ayuno de la Eucaristía. Será un dolor salvífico si despierta en nosotros el amor por el pan vivo que viene del cielo. Si nos enseña que, privados de la Eucaristía, medicina de inmortalidad, no podemos vivir. Pues en ella está el cuerpo resucitado de Cristo, inmune ya a cualquier virus, y fuente inagotable de nuestra vida juntos. Así, la amenaza del virus despertará en nosotros, junto al amor concreto por el que sufre, la esperanza de un amor pleno que nunca acaba. Pues sonará nueva la súplica del salmista: “No temerás la peste que se desliza en las tinieblas, ni la epidemia que devasta a mediodía, porque hiciste del Señor tu refugio, tomaste al Altísimo por defensa” (Sal 91,5-6.9)
Nada escapa a la providencia de Dios, y Dios cuenta con nuestra prudencia (que es la inteligencia del amor) para hacer frente a la epidemia, apoyándonos unos a otros generosa y creativamente.