Medjugorje – Virgen de Medjugorje

Mons. Petar Palić celebra la Santa Misa en Medjugorje en el Día de la Inmaculada Concepción

MONS. PETAR PALIĆ

OBISPO DE MOSTAR-DUVNO

SOLEMNIDAD DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN

DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA

 

En Medjugorje, 8 de diciembre de 2020

 

¡Excelentísimo Arzobispo Mons. Hoser,

queridos hermanos sacerdotes y religiosos,

hermanas religiosas,

queridos hermanos que estáis en esta iglesia y

todos vosotros que estáis unidos a nosotros en esta celebración a través de diferentes medios de comunicación!

 

Para comenzar me gustaría expresar mi gratitud a Mons. Henryk Hoser, visitador Apostólico con carácter especial para la parroquia de Medjugorje, por invitarme a celebrar hoy esta Eucaristía. Vine a celebrar esta misa y agradecerle al Señor porque ha venido en medio de nosotros y porque para esa venida ha escogido a una de las hijas del género humano, a la Bienaventurada Virgen María.

Mi venida a Medjugorje es la venida del obispo, de un pastor, a la parroquia en el territorio de la diócesis que me ha sido confiada, a pesar de que esta parroquia se encuentre actualmente bajo la jurisdicción del Visitador Apostólico. Por tanto, esta visita, así como cualquier otra, debe entenderse de acuerdo con la disposición del Papa Francisco como se publicó aquí el 12 de mayo de 2019, es decir, teniendo cuidado de que no sea interpretada “como autenticación de los acontecimientos conocidos que aún requieren un examen por parte de la Iglesia”, evitando confusión o ambigüedades bajo el aspecto doctrinal. Y hasta el momento, como el público sabe, la Iglesia oficial no ha reconocido estos acontecimientos como auténticos.

Sin embargo, hay un evento y una verdad muy auténticos: Dios se ha encarnado en Jesucristo, “que nació de la Virgen María y que vendrá en gloria para juzgar a los vivos y a los muertos”. Así lo decimos en la Confesión de Fe. El tiempo de Adviento es un tiempo de preparación para la venida del Señor. Nos invita a la vigilancia, para que, cuidando de todo lo demás, la visita de Jesús no pase desapercibida hoy, como sucedió en su primera venida. Nuestra mirada de fieles, debe centrarse en Dios, que en su designio de salvación decidió escoger a una de entre nosotros para ser la madre de su Hijo Jesucristo, nuestro Salvador y Redentor.

Las palabras del profeta Isaías, que escuchamos en la liturgia del domingo pasado, aún resuenan en nuestros oídos: “Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios” (Isaías 40: 1). Fue en esta anticipación que un rayo de esperanza apareció como signo de consuelo por medio de aquella que recientemente invocamos en las letanías como “Madre de la Esperanza”. Dios elige a María para que, libre de la mancha del pecado original, dé a luz al Salvador del mundo, a Jesucristo, al Hijo de Dios. La elección no fue por el mérito de María, obtenido en este valle de lágrimas, sino por el proyecto del Amor de Dios.

Celebrando la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María, confesamos la fe de la Iglesia en la que, desde el primer momento de su existencia, la madre del Salvador tenía un papel especial en el plan de Dios, por el privilegio único de que su vida no cayó bajo la influencia del pecado original, que es la característica de la humanidad aun no redimida. En María, la Iglesia celebra la aurora de la salvación y el comienzo de un mundo mejor. Hoy, con María, celebramos el amor de nuestro Dios, que siempre da el primer paso y que se dona a nosotros sin nuestros méritos.

La Palabra de Dios que hemos escuchado abre nuestros ojos para conocer y aceptar con el corazón el   momento de gracia, el momento de la visita de Dios, pero también para comprender la realidad del pecado, que nos aleja de Dios, del prójimo y de nosotros mismos.

La primera lectura del libro de Génesis describe perfectamente las consecuencias del pecado. La primera consecuencia es la incapacidad del hombre de estar con Dios y de estar ante Él. La pregunta de Dios dirigida a Adán, “¿Dónde estás?” (Gén 3, 9) es una pregunta dirigida a cada uno de nosotros. Esa pregunta en sí esconde la verdad de que el hombre, de hecho, no está donde debería estar. Con el pecado se ha creado la distancia, es decir, la separación entre la verdadera identidad del hombre como criatura de Dios y la realización verdadera de su vida. Por el pecado no soy lo que debería ser en mi amor por Dios, por el prójimo. A causa del pecado no estoy donde debería estar, en comunión con el prójimo y con la Iglesia, el cuerpo místico de Cristo.

Otra consecuencia del pecado es el miedo. Cuando el hombre no habita en presencia de Dios, entonces tiene miedo. Por el pecado, el hombre aparta la cabeza de la mirada de Dios y su corazón permanece cerrado al toque de la gracia. No queremos reconocer el pecado porque nos agobia y queremos librarnos de él, alejarlo de nosotros mismos. “Escuché tus pasos en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo, y me escondí” (Gen 3, 10). La desnudez del hombre es signo de su miedo e impotencia. Frente a ese miedo impotente está el Dios que ama, de quien el hombre es la criatura y que vive bajo la mirada atenta, amistosa y bondadosa del Dios Creador. Al tenerle miedo a Dios, el hombre le teme al prójimo también, a la mujer, “hueso de mis huesos y carne de mi carne.” (Gen 2,23)

El pecado no es algo externo, nos impregna y genera en nosotros la desconfianza hacia Dios. Este es exactamente el poder del pecado: muchas otras cosas pueden hacernos daño y herirnos desde afuera, pero el pecado comienza por nuestro ser interior.

La pandemia en la que vivimos nos recuerda el hecho de que cualquiera de nosotros puede ser infectado con el coronavirus y que puede contagiar a otros. La fe nos dice algo parecido en relación al contagio del pecado: todos estamos inmersos en la historia del pecado y de la culpa, en la que nos hundimos cada vez más y participamos con nuestros errores. Y a diario sentimos que nuestra fuerza humana no es suficiente para librarnos de la red del pecado.

El pecado es la razón por la que nosotros, personas de corazón roto, vivimos en un mundo quebrantado.

El pecado destruye los matrimonios, el pecado rompe las amistades, el pecado destruye el mundo vulnerable de los niños, el pecado priva de sus derechos a los pobres, el pecado destruye la conciencia, el pecado impulsa a la codicia desenfrenada. Si seguimos la historia, concluimos que el problema del   mundo no está principalmente en la educación o en el sistema político o económico. El problema está en una profunda crisis espiritual que no se puede resolver sin un verdadero cambio de vida, sin la conversión, sin la sincera renovación espiritual.

La historia de María no sigue este paradigma de la caída, por lo que surge esa “enemistad” con la serpiente, con el tentador, de ahí su absoluta incompatibilidad. Maria no es esclava del anhelo. Su relación con el Todopoderoso es auténtica, una relación entre la criatura y el Creador, sin la concupiscencia. Dios la preparó para ser una morada digna para su Hijo, como dice la oración colecta en la Eucaristía de hoy.

Este pasaje del libro del Génesis que hemos escuchado tiene un significado antropológico importante que no debemos descuidar. Adán y Eva, nuestros primeros padres, se esconden, intentan esconderse ante el llamado de Dios. Sin embargo, María está ahí. “¡Aquí estoy!” No tiene miedo de mostrarse a Dios con su fragilidad femenina, con todos sus temores. Adán y Eva se acusan mutuamente, y esa es la ruptura arquetípica que siempre implica asumir la responsabilidad del otro. María acepta humildemente la propuesta de Dios, aunque con miedo comprensible. Adán y Eva quieren competir con Dios, aceptando la llamada del tentador, de “aquel que divide”, que les promete que serían “como” Dios. María, por el contrario, se muestra como la “sierva”: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu Palabra”. (Lc 1, 38). Este pasaje bastaría para mostrar todo el valor de María: desde aquel “sí” en la anunciación, hasta el “sí” trágico, pero no desesperado, al pie de la cruz de su Hijo Jesucristo.

Contemplando a la Inmaculada, contemplamos la fuerza, la radicalidad, la firmeza, el valor y escuchamos la pregunta dentro de nosotros: ¿Quién me atrae más? Adán con su miedo y su huida, o María con su inquietud y su respuesta: ¿aquí estoy? ¿Adán que juega pasando la responsabilidad a Eva o María que acepta la responsabilidad de la maternidad? ¿Adán que ya no reconoce el don en Eva o María que acepta construir su vida sobre la fragilidad de la palabra de Dios?. De la Virgen nacerá aquel a quien Juan Bautista designa como “más fuerte que yo” (Mt 3, 11), más fuerte porque basará su vida terrena en la humildad, en la fragilidad, en el don, en la apertura: todos los valores que podemos encontrar fácilmente en María.

De esta historia de pecado, es decir, de la distancia de Dios, no nace ninguna condenación, sino que nace la historia de la salvación, la historia de la compasión y misericordia de Dios para con los hombres: la historia de la cercanía de Dios, que tiene su cumplimiento en Jesucristo.

¡Queridos hermanos y hermanas! La historia de María es vuestra historia y mi historia. El ángel es enviado nuevamente a vuestro hogar y os dice: ¡regocijaos, llenos de gracia! Dios está en vosotros y llena vuestra vida de Vida. ¡Amén!

 

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