Queridos amigos:
Reciban hoy y siempre la paz y la alegría de Jesús y de María.
En el hemisferio sur, el 21 de septiembre ha dado inicio la estación de la primavera; mientras que en el hemisferio norte ha comenzado el otoño. En algunos países el cambio de las estaciones es más marcado y notorio que en otras regiones. Por otro lado, hay personas a las que les gusta más una estación que la otra. Lo que es indudable es que para quienes tienen la mirada atenta y el corazón alerta, cada una de las estaciones y sus características propias, le hablarán de Dios.
Si prestamos atención a las enseñanzas de Jesús en el Evangelio, notaremos que muchas de ellas son ilustraciones en base a la naturaleza que le rodeaba a él y a sus contemporáneos. Pensemos en las parábolas vegetales; el trigo y la cizaña, el grano que sigue creciendo durante la noche, la higuera que no da frutos, el grano de mostaza que se transforma en un gran árbol, las pescas milagrosas, etcétera.
En muchas ocasiones, siendo niño Jesús habrá escuchado a María y José hablar acerca de la naturaleza; tal vez en el patio de su casa en Nazaret tuvieron algún árbol frutal. Por lo tanto, es normal que en el mensaje de este mes Nuestra Madre nos hable de la naturaleza y de los frutos; ya que la Reina de la Paz es la mismísima Virgen María quien compartió en la tierra con su hijo los 33 años de vida de Él.
Es ella que en este Mensaje, en sintonía con las enseñanzas de su Hijo en el Evangelio, nos dice: “la naturaleza les ofrece signos de su amor a través de los frutos que les da”.
En las grandes ciudades hemos perdido la actitud contemplativa que aún caracteriza a muchas personas de los pequeños pueblos y de las zonas rurales. Tal vez deberíamos pedirle a Nuestra Madre, que ella nos enseñe a descubrir las huellas de Dios en todo lo que nos rodea, y de manera especial, que sea nuestra maestra para aprender a leer lo que Dios quiere enseñarnos a través del maravilloso libro de la creación.
En este mensaje, María asocia los frutos de la naturaleza con los dones y los frutos del Espíritu Santo: “con mi venida, han recibido dones y frutos en abundancia”.
Cada vez que nos reunimos junto a María en oración, en cierta medida se renueva y repite la reunión de oración que María, los discípulos y las mujeres tuvieron en el Cenáculo de Jerusalén.
Cada vez que nos reunimos en comunión para orar con confianza, se renueva Pentecostés en nuestras vidas y en la Iglesia.
Cada vez que nos congregamos para alabar a Dios, rezar el Rosario con el corazón, meditar las Sagradas Escrituras, en cada una de esas ocasiones, el Espíritu Santo nos da una nueva efusión de su presencia, fortaleciendo cada vez más en nosotros los dones y los frutos necesarios para una vida cristiana en plenitud.
Es una gracia de Dios que desciende en respuesta al corazón que busca la presencia de Dios, y produce una transformación profunda, perdurable en nuestras vidas y nos permite sacar las barreras que nos impiden abrir el corazón para dejarnos amar por Dios y dejarlo ser en nosotros.
Cada vez que recibimos una nueva efusión del amor maternal de la Virgen, recibimos una nueva efusión del Espíritu Santo, que nos libera de obstáculos y ataduras.
Desde el primer momento de nuestra incorporación a Cristo por los sacramentos de iniciación, poseemos el Espíritu Santo, el cual habita en nosotros en su propio Templo. Sin embargo, debido a obstáculos, heridas, barreras que voluntaria o involuntariamente ponemos, la acción del Espíritu Santo quizás no ha llegado a actuar en plenitud en nosotros.
Sin embargo, cada nueva visita de la Reina de la Paz, es una gracia que rompe la dureza de nuestro corazón, remueve las trabas, derriba los obstáculos y nos dispone para que el Espíritu actúe en nosotros con toda libertad.
Son gracias de liberación, con las que el Espíritu Santo quiere obrar en el interior de cada uno de nosotros. El don de Dios llega por fin a “desatarse” y el Espíritu se difunde como perfume en la vida cristiana, dándonos el impulso para decidirnos a vivir la santidad de verdad como la Reina de la Paz nos está pidiendo.
Me encomiendo a tus oraciones y le pido a Nuestro Buen Dios que te bendiga. En el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.
Padre Gustavo E. Jamut,
Oblato de la Virgen María