Mensaje, 25 de febrero de 1999
“¡Queridos hijos! También hoy estoy con ustedes, de una manera especial, meditando y viviendo en mi corazón la Pasión de Jesús. Hijitos, abran sus corazones y denme todo lo que tienen dentro: las alegrías, las tristezas, cada dolor, hasta el más pequeño, para poder ofrecerlos a Jesús, a fin de que El, con su infinito amor, queme y transforme sus tristezas en el gozo de Su Resurrección. Por eso, hijitos, los invito ahora de manera especial para que sus corazones se abran a la oración, de modo que a través de la oración, lleguen a ser amigos de Jesús. ¡Gracias por haber respondido a mi llamado! ”
En definitiva, Cristo y María, con su dolor, sufrimiento y pasión ya han suavizado nuestras propias heridas y dolores. Somos nosotros los que no les dejamos poner el ungüento de la gracia, en nuestros corazones. Nosotros que no renunciamos a nuestros afanes, metodologías y búsqueda de soluciones instantáneas. Todo eso solo es un barniz en la madera podrida.
Cristo, en la Cruz abraza el peso de nuestros pecados y dolores, y los sufre intensamente en compañía de su Madre, y en un solo FIAT con María, su Madre, derrama desde la herida de su pecho, el agua viva que quita la sed de consuelo, de redención y de paz.
Quien esta a la orilla de la Cruz abrazando y abrazado de la Dolorosa, escucha el palpitar del dolor de la Reina de la Paz, y se va familiarizando con ese Corazón Maternal, que en medio del sufrimiento y el dolor permanece en actitud humilde, abandonada en la voluntad de Dios.
En la escuela de María, se aprende el lenguaje del Espíritu, que clama con gemidos del corazón, las gotas del consuelo redentor, que derrama el Corazón del Salvador para el alma que tiene ser de paz.
En María se aprende a extraer del amor infinito de Dios, a través de una intensa relación de oración, la fuerza para vivir cada día… En el camino de la oración, todo aquel que vive la tortura de la prueba, llega a reconocer que no está ni abandonado, ni solo. Al contrario, se encuentra en una privilegiada cercanía al Corazón del Señor y su Madre Santísima.
“¡Queridos hijos! Hoy los invito a orar de manera especial y a ofrecer sacrificios y buenas obras por la paz del mundo…” (25 de octubre de 1990)
Cabe hacernos una pregunta: Vivo rezando y adorando, pero no experimento la paz y el consuelo. Responde el Santo Evangelio:
“Nadie remienda con paño nuevo un vestido viejo, pues el remiendo nuevo tirará del vestido y el rasgón se hará mayor.” (Mateo 9, 16)
En nuestro proceso de conversión, la oración y la cruz cotidiana, son fundamentales para nuestra purificación, transformación y configuración con Cristo. Hacerse discípulo de Cristo significa, tomar la Cruz a cuestas y seguirlo, y el Señor hace de nuestro yugo una carga suave y ligera.
Hay ciertas infecciones, no tan evidentes, que debilitan nuestro organismo espiritual, y esas son la de los pecados no combatidos y purificados: nuestros juicios temerarios, murmuraciones, orgullo y búsqueda de resaltar, sobresalir y tanta vanidad…
Así como una pequeña astilla en el píe debilita todo el cuerpo, así también nuestros pecados no combatidos, debilitan el alma. Decimos saber lo que es correcto, pero nuestro “pequeño” pecadillo nos genera una tensión que se transforma en ira y angustia. Tensión que agota y carcome interiormente.
La generosidad en la oración, el ayuno y la caridad, dones posibles por la gracia de Dios que se nos dan en los sacramentos, nos liberan, sanan e inundan de verdadera paz. Y este es el necesario proceso y caminar que nos describe nuestra Madre Santísima: “…denme todo lo que tienen dentro: las alegrías, las tristezas, cada dolor, hasta el más pequeño, para poder ofrecerlos a Jesús, a fin de que El, con su infinito amor, queme y transforme sus tristezas en el gozo de Su Resurrección”.